SOCIOLOGÍA DE LA ESPAÑA DE LA
RESTAURACIÓN
Contenido esencial:
Visión general
de la política; la transformación sociológica a finales del XIX; la Iglesia católica
a fines del XIX; la vida ordinaria del pueblo; los salariso; el nivel socioeconómico
de las regiones españolas.
Balance político de la
Restauración.
El sistema político de la
Restauración no resolvió algunos de los graves problemas que España arrastraba
en el XIX, como la persistencia del conservadurismo burgués en el Gobierno, el
latifundismo agrario, la esclavitud en Cuba (hasta el último momento y ya a
punto de perder la isla), el caciquismo, la corrupción electoral y la falta de
inquietudes sociales en los gobernantes, la persistencia de los privilegios de
la Iglesia y del ejército. Muchos españoles, como era el caso de republicanos y
socialistas, opinaban que la revolución liberal no había tenido lugar en España,
y que era preciso hacerla en algún momento. Esta afirmación, dicha cien años
después de proclamarse la revolución liberal, era muy grave. Aunque más grave
sería que, en algunos aspectos, también en el régimen de 1978 se podría afirmar
lo mismo. Y la afirmación constante de la Iglesia española de que el liberalismo
era la causa de todos sus males, cuando el liberalismo no existía, tenía un
significado diferente bajo el prisma de esta consideración.
Este incumplimiento de
los políticos “liberales”, servía a muchos para dar por demostrado que el
liberalismo era un sistema fracasado, y pedir un sistema republicano,
socialista, anarquista o comunista, como si ello fuera garantía de que se
conseguiría la revolución no lograda en los últimos dos siglos, por el simple
hecho del cambio hacia el nuevo sistema que ellos proponían. Y el fascismo
reclamaría lo mismo y con los mismos argumentos.
Por su
parte, el
pueblo español no creía en los políticos. Ya estaba desengañado
de ellos por las mentiras que se les habían contado a lo largo de los siglos
XVIII y XIX: les habían contado a fines del XVIII que habría liberté, derecho a
hacer lo que no está prohibido por la ley, egalité, o igualdad de todos los
ciudadanos e instituciones ante la ley, y fraternité, o sentido de humanidad
para conceder a los demás los derechos que las clases altas ya gozaban. Dos
siglos después, ninguno de estos principios se había realizado. Les habían
dicho en 1836 y 1856, que accederían a la propiedad de la tierra, y la tierra
fue a parar a los poderosos de siempre. Les habían dicho en muchas ocasiones
del XIX que habría libertades, y la verdad era que los pobres seguían estando
sometidos a los caciques de siempre, pues las libertades sólo aparecían en el
papel en que estaba escrita la Constitución. Les habían dicho en las
Constituciones que ya había igualdad ante la ley, y comprobaban cada día que
seguían manteniéndose privilegios para los nobles, Iglesia, militares y ricos
en general, de modo que los apellidos de los poderosos y gobernantes eran los
mismos, aunque gobernasen por distinta razón política, y los juicios y jueces
no eran igual para todos. Les habían hablado de fraternidad, entendida como
cooperación social, y en cambio veían que la explotación a que eran sometidos
los trabajadores era cada día mayor…
El liberalismo,
entendido como libertad para que cada individuo haga lo que quiera en economía,
es una gran estafa, pues los ricos hacen lo que les dé la gana, y explotan con
mayor ferocidad e impunidad al trabajador sin que los pobres tengan defensa
alguna contra ellos. El liberalismo burgués, es decir, puesto al servicio de
los burgueses, es una de las mayores estafas que ha sufrido y sufre la
humanidad. Es más, los términos liberalismo y burgués son contradictorios, pues
liberalismo es igualdad, y el adjetivo burgués pone los recursos del Gobierno
en manos de los grandes poseedores.
Si el liberalismo se
entiende como acceso a los derechos individuales de cada persona, el
liberalismo es otra cosa. Pero ni el régimen de Narváez, ni el de Cánovas,
entendieron el liberalismo en su faceta positiva. Cuando los políticos no
entienden de liberalismo, hablan de votar y votar, hacer Constituciones nuevas,
sustituyendo la lucha por los derechos de cada vez más personas, por el señuelo
de votar, hacer leyes y Constituciones. Muchas votaciones y pocos derechos,
suelen indicar una situación de dictadura, explotación, injusticia social.
Votar puede ser el engañabobos al servicio de cualquier político, de todas las
ideologías.
Por eso
mismo, cuando
llegó al derrota de 1898, el pueblo español en general no asumió la derrota
como una gran catástrofe y, simplemente, creyó que era otro avatar
político más, que no les incumbiría mucho. Más bien se alegraron de que se
acabase la guerra. La idea de catástrofe surgió entre los periodistas, los políticos,
los militares, los literatos y los hombres de negocios, que suelen considerarse
a sí mismos como “el pueblo”, pero es una cualidad usurpada. Es una gran verdad
que cada uno se queja cuando le duele. Y a los funcionarios, militares,
periodistas y políticos en general, les dolía ese momento.
Lo que el pueblo, como conjunto
de todos los españoles, debía asumir era la muerte de 200.000 soldados y
civiles a lo largo de los treinta últimos años. El pueblo español tenía que
llorar a sus muertos. Pero de ahí a que el pueblo sufriera en sus perspectivas
de negocio, de ingresos, de nivel de vida, no era el caso, pues la mayoría no
había salido antes de la pobreza, ni tenía perspectivas de negocio. El pueblo
español estaba en otro problema distinto: la supervivencia en un mundo agrícola
que se hundía: Con la bajada de precios agrícolas por puesta en producción de la
agricultura en las colonias, sobraban campesinos por millones, y los sobrantes
debían emigrar. Y las perspectivas eran que las cosas irían a peor en adelante.
Ése era su verdadero drama, personal y de cada familia. Ante este terrible
panorama, el hecho de que España hubiera sido derrotada y se hubiesen perdido
las últimas colonias del imperio, parecía muy secundario a la mayoría de los
pobres campesinos y obreros.
La transformación sociológica.
El pueblo
español estaba sufriendo una gran transformación, que los políticos, o la
España oficial, no había logrado interpretar correctamente:
La bajada de precios de los
cereales, era una tendencia imparable. Ello significaba que,
para sobrevivir, ya no serían suficientes las extensiones de cultivo que cada
familia pobre disfrutaba, y cada vez se necesitarían más superficie de tierras
en cada explotación agrícola. Y la sensación de fracaso, generaba un ansia por
emigrar del campo a la ciudad, a América, a Argelia, a cualquier sitio donde se
pudiera comer. En España no había más tierra disponible para ser roturada por
quien estuviera interesado. Y el mito de que repartiendo la tierra de los
latifundistas entre los minifundistas, habría tierra para todos, no era más que
una falacia propia de revolucionarios anarquistas y republicanos, y luego de
regeneracionistas, que buscaban tontos útiles para sus propias revoluciones.
El fenómeno de la emigración a la ciudad, tenía
características de huída masiva desde el campo a la ciudad. Esta emigración
implicaba muchas cosas que no se estaban reconociendo desde posiciones de Gobierno
como realidades duraderas, sino como defectos transitorios a corregir. Los
regeneracionistas no paraban de decir que se resolverían los problemas del
campo mediante actuaciones correctas del Gobierno, en el sentido de volver al
campo. Era falso.
Las relaciones sociales cambiaban profundamente con ello:
Con el fenómeno de la emigración a la ciudad, los párrocos ya no controlaban a
las feligresías políticamente ni religiosamente, los tradicionalistas estaban
perdiendo apoyos y con ello el carlismo estaba desapareciendo, y la Iglesia estaba
perdiendo apoyos políticos, y los republicanos, socialistas y anarquistas se
estaban aprovechando del cambio. En las ciudades se votaba republicano,
socialista y anarquista. Alejandro Lerroux fue capaz de verlo en Barcelona y le
surgieron 200.000 votos en apoyo a su nuevo partido, aunque no tuviera
ideología de altura, y Vicente Blasco Ibáñez lo vio en Valencia y tuvo muchos
seguidores, teóricamente del anarquismo.
El crecimiento de las grandes
ciudades, era espectacular, en comparación con lo conocido hasta entonces. Las
ciudades que crecieron entre 1850 y 1900 fueron:
Madrid de 281.000 habitantes a 539.000
Barcelona de 178.000 a 533.000
Valencia de 106.000 a 213.000
Sevilla de
112.000 a 148.000
Málaga de
92.000 a 130.000
Murcia de
89.000 a 111.000
Zaragoza de 63.000 a
99.000
Cádiz de
70.000 a 69.000 (bajó)
Cartagena de 59.000
a 99.000
Zaragoza de 58.000 a
99.000
Cartagena de 59.000 a
99.000
Granada de
68.000 a 75.000
Jerez de
51.000 a 63.000
Lorca de
47.000 a 69.000
Córdoba de
43.000 a 58.000
Valladolid
de 42.000 a 68.000
Alicante de
27.000 a 50.000
Santander de 24.000 a
54.000
Alicante de 20.000 a
50.000
Oviedo de
14.000 a 48.000
Bilbao de
17.000 a 85.000
San
Sebastián 9.000 a
38.000
No
crecieron apenas: Segovia, Cáceres, Zamora y Teruel, en una paralización
demográfica que marcó su destino en el siglo siguiente. Eran las provincias
agrícolas y ganaderas. Cádiz, incluso bajó en población. Era un caso especial,
pues Cádiz era la salida y llegada de los productos americanos, la sede
principal de la flota, la residencia de muchos intermediarios europeos que
querían comerciar con América. La pérdida de las colonias americanas afectaba
directamente a Cádiz. De hecho, nunca se recuperó la prosperidad gaditana.
Según
estos datos, más de un millón doscientas mil personas incrementaban la
población de las ciudades españolas.
La creación
de infraestructuras para la duplicación de la población de algunas ciudades, no
se improvisa en una o dos décadas.
Demografía
La
población española había superado los 16 millones de habitantes en la segunda
mitad del XIX, pero, a final de siglo, se empezaba a notar una cierta pérdida
de ritmo de crecimiento demográfico, que había sido muy fuerte durante todo el
siglo. Se había pasado de los 10 millones de habitantes en 1800, a los 16
millones en 1877, que serían 18,5 millones en 1900.
Todo ello
se había logrado a pesar de las pérdidas por el hambre, el cólera (que en 1885
se llevó a 130.000 personas), las guerras del Sexenio 1868-1874 en las que
debieron morir unos 250.000 hombres, las guerras coloniales en las que murieron
unos 120.000 soldados (cálculo indicativo aproximativo no muy fiable), y la
emigración a América que se elevaba a unas 25.000-40.000 personas anuales
durante las dos décadas de fin de siglo.
En el
último cuarto de siglo la mortalidad ascendió hasta situarse cerca del 30%o, y
así se mantuvo hasta principios del siglo XX en que volvió a bajar.
La
migración del campo a la ciudad afectaba al 10% de la población española.
El anticlericalismo.
La época de la Restauración
fue un momento de pérdida de prestigio de la Iglesia católica: molestaban
los cobros de indulgencias, y los de casuales, que eran excesivos: Los
funerales, los responsos, los bautizos, las misas por el difunto etc. que eran
caros y obligatorios:
Cuando se pudo celebrar
el matrimonio civil, en 1931, la Iglesia cobraba 20 pesetas por casarse,
mientras el Ayuntamiento cobraba 1 peseta, pero la Iglesia amenazaba de
excomunión a quien no se casara en la iglesia. Antiguamente, la excomunión
significaba pérdida de bienes y exclusión social, pues quedaría excomulgado
todo el que se relacionase con un excomulgado. A fines del XIX no era tanto,
pero la costumbre de la exclusión social permanecía. Se le hacía el vacío
social a aquel que el párroco excomulgaba públicamente. Eso significaba mucho
poder para los párrocos y obispos. El clero vivía obnubilado en su inmenso
poder, y mantenía una visión cortoplacista, pero no percibía que se le originaba
descrédito, pues era un abuso notorio.
El anticlericalismo también
estaba muy justificado por los negocios practicados por miembros de la Iglesia,
que entendían su ministerio como negocio a favor de Dios y de las obras de la
Iglesia, pero que, así y todo, seguía siendo un negocio a costa de la sociedad.
Y a la sombra de este negocio, surgían negocios particulares de curas y obispos
que se labraban una fortunilla para su familia. Y la sociedad era muy
consciente de ello. Pero sólo los estudiantes y obreros estaban preparados para
dar el paso de oponerse a los curas, obispos, frailes y monjas que se dedicaban
al negocio. En realidad, la sociedad sólo estaba preparada en lugares avanzados
como Barcelona o Valencia. El anticlericalismo se manifestaba cada martes de
carnaval, cuando las gentes se disfrazaban de curas y obispos en actitudes
obscenas, y cuando se disfrazaban de hombre o de mujer, actitudes o disfraces
que estaban calificadas de pecado mortal por la Iglesia española. También se
manifestó en la representación de Electra de Pérez Galdós en 1891, un drama que
en sí mismo no era nada especial, pero que cobró un hipersignificado
anticlerical en un momento dado.
Y entre los
intelectuales, el anticlericalismo se justificaba en el empeño de la Iglesia por
disfrutar de sus privilegios ancestrales, y por el integrismo que practicaban
muchos católicos y casi todo el clero.
El papel social de la Iglesia.
Otro
factor a considerar para entender la época canovista es la prédica de la no
violencia, la sumisión y la mansedumbre, ejercida por el clero y los caciques sobre
los campesinos. En este sentido, el dominio eclesial se complementaba con el
dominio de los caciques.
Entre ambos, conocían
perfectamente a cada individuo de cada familia, sus ingresos, sus relaciones
familiares y sociales. Ello permitía al Estado erradicar los inicios de toda
violencia, puesto que conocía a los organizadores y a los líderes, y era capaz
de eliminarlos desde el principio de los hechos.
Al Estado
le venía muy bien el papel pacificador de la Iglesia y el de los caciques.
Consideraba que con ello obtenía estabilidad. Pero era estabilidad del sistema
político y no estabilidad del sistema social. A largo plazo, se gestaba un
ambiente de protesta, de rebelión, que debía guardarse en silencio, pero que
estaba presente siempre. Cuando ocurrieron cambios en España, la gente salía a
la calle a matar caciques y curas, políticos y monjas, en estallidos violentos
que asustarán a la sociedad entera, y que fueron más numerosos de lo esperable:
recordemos 1908, 1917, 1931, los sucesos de 1936-1939, como más destacables. La
violencia contra caciques y curas no tiene otra explicación que el rencor
larvado durante décadas, que incluso pasaba de padres a hijos.
El papel
pacificador de la Iglesia no originaba, a largo plazo, una sociedad pacífica,
pues no se basaba en la igualdad, ni en la justicia social, ni en los derechos
individuales y sociales, sino en la caridad y la benevolencia.
La Iglesia
insistía en que la Iglesia era pobre, pero el sentir social decía todo lo contrario,
pues la Iglesia tenía casas parroquiales, fincas, palacios episcopales,
colegios de primera y segunda enseñanza, alguna Universidad, seminarios
diocesanos, fondos recibidos de herencias y colocados en préstamos, lujo en las
altas jerarquías, y presumía de candelabros de plata, y cálices y copones de
oro y joyas de los santos. Y en lo particular, había curas pobres, pero también
sacerdotes que nadaban en la abundancia generando fortunas personales. Muchas
madres deseaban tener un hijo sacerdote, y no era por motivos de fe.
Las diversiones del pueblo.
El pueblo español vivía entre mitos populares que le
entretenían en sus conversaciones, tales como los
relatos sobre los amores de Alfonso y Mercedes, sobre las disputas entre Cánovas
y Sagasta, las discusiones sobre los toreros Lagartijo y Frascuelo, la
rivalidad entre las damas del cuplé La Penco y María Sas, los actores de teatro
Julián Romea y Antonio Vico. Los ricos asistían a la ópera en el Teatro Real de
Madrid. Las clases medias organizaban kermeses o reuniones al aire libre con
rifas y concursos, o iban a la zarzuela a contemplar las obras de Arrieta,
Chueca, Bretón o Chapí. Los pobres, vestidos con mantones de Manila, asistían a
verbenas con farolillos, amenizados con organillos que servían para bailar
pasodobles y chotis. Todos los españoles de todas las clases sociales asistían
a los toros, fenómeno que era motivo de conversación para muchos años. Los toros
y la misa eran los actos sociales compartidos por toda la sociedad cada semana.
La Restauración fue una época
en la que reinó el buen humor en las calles y la gente se divertía
en el teatro y en los toros, y también a la salida de misa, en medio de una
gran vulgaridad, lo cual contrastaba con el refinamiento educativo y las buenas
maneras de las clases acomodadas, que llegaban a artificiosos convencionalismos
muy difíciles de entender desde fuera de su tiempo. Los ricos, refinados en sus
casas, eran muy vulgares en los toros y en otras situaciones privadas. Este
buen humor quizás estaba apoyado en la paz que se vivía en la península, y
escondía los miles de muertos que estaba causando el conflicto en Cuba. Había
un drama por debajo de unas carcajadas en el deambular de la calle.
La vida ordinaria del pueblo.
El pueblo español de finales
del XIX vivía feliz porque había llegado el “progreso”: las
casas nuevas de Madrid tenían agua corriente, calefacción central, luz
eléctrica, teléfono… y en la calle había tranvías, alcantarillado y se podían
comprar “papeles” escritos en las rotativas. Eran conscientes de que estaba
llegando la industrialización y estaban orgullosos de ello, de los inventos y
de las comodidades. Eran optimistas.
Las
mujeres, en su ropa interior vestían calzones largos hasta los tobillos,
dejando el interior de las piernas al desnudo, o iban completamente desnudas en
las partes bajas, con el sexo al aire. Las bragas eran un atuendo masculino,
que pasó a la mujer muy tarde, en el XIX y el XX. La mujer debía llevar su saya
talar, sobre multitud de enaguas, el pecho bien ceñido, y el vestido cerrado
hasta el cuello. Hasta 1870, las mujeres de la alta sociedad vistieron
crinolina o miriñaque, un armazón de aros flexibles que hacía volar las faldas
alrededor de la parte baja del cuerpo femenino. Hacia 1870, se puso de moda el
polisón, una almohadilla que se ataba al cuerpo sobre el trasero de la mujer, y
dejaba la falda en caída recta por delante, y muy abultada hacia atrás. En
1890, se abandonó el polisón, y la moda era una cintura de avispa lograda
mediante un corsé interior y un cinturón exterior, que resaltaba un pecho y
unas caderas abundantes. La alta sociedad era más sexy, pues vestía medias
negras, enaguas blancas y un vestido llamativo.
Los
hombres vestían como ropa interior calzón largo entero (conocido popularmente
como pulguero) que cubría desde el cuello a los tobillos, o a veces, calzón
independiente de la camiseta. Encima se ponían, camisa, corbatín, chaleco, y
una chaqueta entallada hasta la cintura y con dos faldones por detrás.
Un día en
una familia campesina castellana lo podemos resumir así: los campesinos se
acostaban con la ropa interior ordinaria puesta. Se levantaban al alba. El
primero en levantarse era el hombre, todavía de anochecido. El hombre atendía
al ganado mayor, mientras la mujer preparaba unas sopas de ajo para desayunar,
un puchero para cada uno de la familia y daba de comer a las gallinas mientras
recogía sus huevos. El hombre se marchaba al trabajo en las fincas. La mujer
preparaba los garbanzos (en Castilla, todos los días lo mismo), o las gachas
más al sur, hacía un cocimiento de patatas, restos de verduras y restos de
comida para los cerdos. La mujer atendía a los animales menores del corral. Una
vez hechos los garbanzos, alguien debía llevarle al hombre su puchero de
garbanzos a las fincas, enriquecido con un poco de tocino y, tal vez,
longaniza. Le acompañaba un buen trozo de pan de cuarto de kilo. La mujer salía
a las compras imprescindibles y a resolver las cuestiones pendientes con otras
familias. El hombre volvía cerca de la puesta del sol. Debía tener preparada
una cena, que era frugal, tal vez un hubo frito con pan y una lechuga. La mujer
informaba al hombre de lo ocurrido en el pueblo y en la familia ese día. El
hombre veía a sus hijos y les animaba o castigaba, según los informes que
recibiera ese día. El hombre atendía al ganado mayor, con otro pienso y un poco
de paja desprovista del tamo. Y, una vez anochecido, no más allá de las 10 de
la noche (22:00 horas), todos volvían a sus camas, en alcobas alrededor de una
sala común.
Nivel cultural.
El analfabetismo era del
70% en 1890 y bajó a fin de siglo al 63%, siendo mayor el de Almería (84%) y
todas las provincias de alrededor, próximas al 80%, y menor el de Álava (30%) y
todas las provincias de su alrededor, próximas al 40%.
La
población escolarizada en 1900 era de 1.856.343 personas, cifra que era la
mitad de los niños existentes en España.
La escuela dependía
de los Ayuntamientos, que tenían que pagar el local, el material y la paga del
maestro. Sólo el 20% de los niños escolarizados podían pagar la enseñanza
privada, prácticamente toda en manos de la Iglesia. El resto de escuelas eran
minoritarias.
En 1901,
Romanones estableció que el Estado pagase dos tercios de la paga del maestro,
quedando un tercio a cargo de los padres, y siendo el Ayuntamiento quien
recaudaba ese dinero. Así se estrenaba el Ministerio de Instrucción Pública.
Los campesinos lo veían como un impuesto más.
Los estudiantes de
bachillerato eran unos 30.000 en España, en cuya cifra podemos
observar que no llegaba al 2% el número de chicos que pasaba de la escuela al
bachillerato. Ninguna niña hasta 1910. El bachillerato era caro y sólo el
título valía 370 pesetas, el jornal de tres meses de un obrero rural. Los
institutos, uno en cada provincia, desde 1887 dependían del Estado y no de las
Diputaciones Provinciales, tras la ley Carlos Navarro Rodrigo. En 1885 había
irrumpido la Iglesia en el bachillerato gracias a la ley Alejandro Pidal de
1885 que creaba colegios asimilados, lo cual daba a los colegios religiosos la
facultad de examinar y conceder títulos de bachiller. Los religiosos
(escolapios, jesuitas, agustinos, salesianos, maristas, marianistas y ursulinas
principalmente) abrieron colegios en los límites de las ciudades, los que luego
venderán a buen precio en los años 60 del siglo XX para construir otros mayores
en la nueva periferia de la ciudad, con gran beneficio económico en la transacción.
El 50% de los bachilleres
pasaba a la Universidad, pues había unos 17.000 universitarios,
5.000 de ellos en Madrid (donde se hacía el doctorado en exclusividad), 2.500
en Barcelona, y cifras menores en Salamanca, Oviedo, Sevilla, Valencia,
Granada, Santiago, Zaragoza, Valladolid y Murcia.
Patrioterismo.
Por otra
parte, la
Restauración fue una época patriotera: el Estado se hizo
cargo de la educación primaria, y enseñó en la escuela que España era el mejor
de los mundos posibles, y el mejor Estado de entre las naciones existentes en
el mundo. Y los autores de la copla, teatro, zarzuela e himnos militares
hicieron otro tanto. El español llegó a vivir feliz en esta creencia gratuita.
Las masas vivían un
nacionalismo irracional que celebraba los éxitos y derrotas de
España como suyas propias. Por ejemplo, se manifestaban contra el kaiser en
1899. Y celebraban la botadura del arma, que ellos pensaban “definitiva”, que
decían que hundiría todos los barcos de guerra existentes en el mundo, y era el
submarino de Isaac Peral, a cuya botadura acudió la Reina Regente el 8 de
septiembre de 1888. El ejército saludó con salvas desde los barcos de
Cartagena, y la multitud rugía de entusiasmo. También el pueblo vivió con
emoción la guerra de Marruecos en 1893 e incluso la de 1907. En 1896, tras la
llegada de Weyler a Cuba, y la muerte de Antonio Maceo, la gente se entusiasmó,
pero porque creían que se acababa la guerra. Los anarquistas y socialistas no
tenían tantos seguidores en sus manifestaciones y huelgas pacifistas como estos
actos patrioteros.
Pero la
guerra de Cuba era impopular en las clases bajas, las que enviaban a sus hijos
a luchar en la guerra y morir en cualquier parte. Sin embargo, tampoco salían a
la calle ni armaban alborotos contra ella.
Los salarios.
Los salarios habían
crecido en los últimos quince años del siglo XIX, pues de cobrar 20 reales, los
tipógrafos habían pasado a 7 pesetas (28 reales) en 1900; los salarios medios
habían subido desde los 10 reales a las 4 y 5 pesetas (metalúrgicos, albañiles,
carpinteros, canteros). Los salarios del campo, los más bajos, eran los que
menos habían subido, desde los 3 reales de 1880, a 1,5 pesetas en 1900 (sólo 3
reales de subida aunque porcentualmente subieran un 100%). Una peseta eran
cuatro reales. A principios del XX, los españoles empezaban a usar la peseta,
que ya existía desde 1868, pero no era habitual en las transacciones hasta ese
momento.
Las horas
de trabajo habían disminuido desde las 74 semanales de media, a las 60 ó 66,
según profesiones.
Todo ello hay que matizarlo
con una subida importante de los precios, de quizás un 50% en
la década, lo cual deja las subidas reales en mucho menos de lo que
aparentaban, pero había habido subidas reales en conjunto. Los grandes movimientos
obreros se producirán por tanto en ambiente de subida del poder adquisitivo, y
las crisis serán crisis dentro de esta tendencia de subida.
Las mejoras sociales más
importantes serán tardías y posteriores a la época que estamos tratando: 1904,
Ley del descanso dominical, 1912 Ley de la silla para obreras y dependientas, 1913
jornada de 10 horas, y 1931 Ley del contrato laboral.
El problema de la propiedad de
la tierra.
Recordemos
que el problema clave del siglo XIX español, la no adjudicación de la tierra,
no se había solucionado. No se había entregado tierra a los que la venían
trabajando, y en cambio se venía concediendo propiedades a los antiguos
señores, o creando condiciones económicas que acababan entregando la tierra a
los señores. Las desamortizaciones, hechas en un marco liberal, se habían hecho
sobre una base de aceptación de la desigualdad socioeconómica, como si la
desigualdad hubiera sido un producto de la naturaleza misma, y no de errores
políticos y de lucha desigual entre pobres y ricos.
Así, a finales de
siglo, la propiedad de la tierra estaba tan mal repartida como ya venía siendo
tradicional en España. Entre el 60 y el 70% de la población trabajaba en la
agricultura, lo cual significa unos 5,7 millones de propietarios, 2 millones de
jornaleros y 1 millón de artesanos con actividades complementarias a la
agricultura en su mayor parte. De esos propietarios, un 0,4% poseía el 25% de
la tierra, un 3% poseía otro 25%, y el 96,4% restante se repartía de forma
desigual el otro 50%. La condición económica de muchos pequeños propietarios
era mucho más miserable que la de algunos aparceros y arrendatarios.
Recordemos también que
los defensores del reparto de la tierra, se movían en la utopía o, en todo
caso, en una visión que no tenía futuro, la creación de minifundios que no
tenían posibilidades de rentabilidad a futuro. Los españoles se estaban
moviendo en posiciones extremistas: los unos defendían latifundios de 20.000 a
50.000 hectáreas, y los otros defendían minifundios de 10 hectáreas. El ideal de
la propiedad grande, pero no inmensa, de unas 100 a 200 hectáreas no parecía
ser contemplado.
En medio
de esta situación, lo que debiéramos preguntarnos no es tanto el porqué de las
revueltas sociales de 1856, de 1868 y de 1917, sino porqué no hubo más, y más
graves. Y debemos concluir que, si bien el canovismo no resolvió los problemas
sociales seculares, al menos evitó la revolución durante treinta años, los que
van de 1874 a 1904. Pero también preparó el ambiente para las grandes revueltas
del siglo XX.
Este
aplazamiento de la revolución fue posible gracias a las medidas liberalizadoras
de tipo político, sobre todo el sufragio universal, que prometían derechos
políticos y permitían esperar cambios. También era esperanzador el hecho de
acabar con guerras como las carlistas, cuyos fines nunca servían para mejorar
al pueblo. Pero el sufragio era un paripé, falseado y manejado desde el
Gobierno. Y la finalización de las Guerras Carlistas dio paso a guerras de tipo
imperialista y colonialista.
También es
imprescindible para explicar el aplazamiento de la revolución, tener en cuenta el
progreso en la industrialización, que se estaba produciendo en las industrias
textiles catalanas, las férricas vascas y los ferrocarriles.
El paso
del tiempo podría haber solucionado el problema de los levantamientos
españoles. Eso hubiera ocurrido si se tratase de un problema coyuntural. Pero
el problema era más grave y profundo, afectaba a las condiciones de vida de una
gran masa de población, y ello repercutía sobre la totalidad del modelo socioeconómico.
Por eso, el problema no hizo más que aplazarse.
Coherentemente
con lo dicho, las medidas proteccionistas para tener contentos a los sectores
burgueses del trigo y de los paños, tenían mucho sentido, el mantenimiento de
una oficialidad innecesaria del ejército también lo tenía, las corruptelas de
hombres de negocios y políticos eran posibles porque el Gobierno se sabía débil
ante la amenaza de revuelta popular generalizada. Y sin embargo, la protección
a los burgueses, el pago de la oficialidad del ejército y las corruptelas de
los políticos se estaban llevando los recursos que hubieran hecho falta para
intentar solucionar el problema. Era un nudo gordiano.
La realidad socioeconómica del XIX
y principios
del XX.
La persistencia del Antiguo Régimen en
España es proverbial y todavía a mediados de siglo XX llegaban extranjeros a
observar el fenómeno. El arado de madera, la hoz, la era, la fragua de leña,
estaban plenamente vigentes todavía en 1959. La existencia de algunos arados de
disco, fertilizantes artificiales y sindicatos no cambiaba tanto la realidad
agrícola como para no reconocer la tradición romana y musulmana en el campo. No
era lo mismo Cataluña, que se había industrializado a partir de 1837, o el País
Vasco que lo había hecho a partir de 1855.
La propiedad en manos de la nobleza y el
clero era muy importante: La propiedad del clero era más importante en Galicia, Extremadura,
Cataluña y Aragón con porcentajes del 25 al 50% de la tierra, y mucho menos en
el resto de las regiones, con porcentajes del 2 al 15%. La propiedad nobiliaria era
importantísima en Andalucía occidental y región valenciana con porcentajes del
65% de la tierra, notable en Extremadura, Aragón, Vascongadas, Castilla-León,
Asturias y Castilla-La Mancha con porcentajes del 45-55% y mucho menor en
Cataluña, Andalucía oriental, Galicia, Navarra y Murcia, en donde no pasaba del
33% bajando en algunas zonas al 15%. No se debe confundir nobleza y clero con
latifundios, pues puede haber grandes propietarios no nobles.
Muchos de los cambios que dan paso a la
Edad Contemporánea cultural, tuvieron lugar en España entre 1920 y 1940.
Entonces empezaron a desaparecer utensilios que no habían cambiado nada en los
2.000 años anteriores, se abandonaron los trajes y bailes locales que pasaron a
considerarse «tradicionales» y propios del folclore, se escondieron
los magos y curanderos ante el prestigio del médico, empezaron a desaparecer
los burros y mulos y a aparecer camiones, autobuses, y hacia 1960, tractores,
tren-trillas o trilladoras mecánicas, y motores de riego.
Sin embargo, el concepto que los españoles
tenían sobre sus posibilidades económicas cambió mucho y negativamente a
principios del siglo XX: Del concepto de una tierra feraz, pero mal explotada,
propio del 98, se pasó a la idea de una pobreza de recursos agrícolas general,
al tópico de una Castilla pobre, una Andalucía seca y una Galicia árida. Es
conveniente que analicemos la realidad regional española para valorar tanto sus
posibilidades como sus problemas.
Las zonas del minifundio.
El minifundio era el factor dominante en Galicia, Asturias,
Cantabria, País Vasco, Navarra, Huesca y Cataluña.
Galicia era un país de parcelas pequeñísimas, consecuencia
ello de la obligación paterna de dividir la propiedad en partes iguales para
que heredasen los hijos. En Galicia se vivía arrendando tierras y los
arrendamientos eran considerados vitalicios y hereditarios mientras se siguiera
pagando la renta. A este tipo de arrendamientos se les conoce como
«foros». El forero con el tiempo llegaba a pagar una renta irrisoria
y, si no había dividido el foro en herencia puesto que no era suyo, tenía una
explotación grande que podía subarrendar a otros foreros. Los grandes
propietarios, Iglesia y nobles, intentaban actualizar las rentas, pero la Corona
resolvió en favor de los foreros. En 1836, en la desamortización, se les daba
la oportunidad de comprar sus foros por poco dinero y casi todos lo hicieron. El
campesino compraba el primer forero al propietario o forista y, una vez
comprado, se convertía en forista de los que tenía subarrendados. El problema
de los foros seguía igual. Los nuevos foristas, trataban de dominar las
alcaldías y los gobiernos provinciales gallegos, a fin de garantizar su
propiedad y que no les hicieran lo que otros hicieron en 1836. Ello daba lugar
a un caciquismo muy duro. El gallego típico, el forero y el que ni siquiera tenía
arrendado un foro, era pobre, construía sus propias herramientas, tejía y
confeccionaba sus propios vestidos y no tenía oportunidad de comercializar sus
productos fuera de su país. El gallego se enrolaba en barcos de pesca de
empresas catalanas que se instalaban en Galicia a partir de fines del XVIII,
emigraba a América, se iba todos los años a Castilla a la siega, o se iba a
Madrid donde se le identificaba con los camareros, aguadores, amas de cría,
porteadores y criadas, de los que se suponía que más de la mitad eran gallegos.
Asturias era un país con muchos arrendatarios distribuidos
por todas sus montañas porque no existía el desahucio. El gran propietario
vivía en Madrid de las rentas. En los valles del oeste había minifundistas como
en Galicia. En la cuenca de Oviedo había propietarios medios y se debería vivir
bien, pero había frecuentes conflictos sociales debido al carbón. Importaban
trigo de León para subsistir.
Cantabria era una tierra caracterizada por las muchas
propiedades de los ayuntamientos, en forma de propios y comunales, y también por
el gran número de propietarios. Entre ellos había campesinos ricos que no
habían dividido sus heredades, y pobres que sí lo habían hecho. Los ricos
intentaban cercar sus fincas y forzar la venta de comunales, lo cual les
enfrentaba a los pobres. El comercio y la industrialización de mitad del siglo XIX,
dio salida a muchos capitales que pondrían en venta pequeñas parcelas que se
dedicaban a la ganadería a finales del XIX y principios del XX, iniciándose un
minifundismo ganadero. Parecía una solución, pero carecía de futuro, debido al
descenso progresivo de los precios agrícolas y ganaderos. El cántabro emigraba
a Madrid, a América e incluso a Andalucía, siendo famosos los canteros para la
construcción de palacios y catedrales, y el jándalo establecido en Cádiz.
El País Vasco se caracterizaba por propiedades de 4 ó 5 hectáreas
con un caserío construido en la propiedad. La propiedad no se dividía. Heredaba
cualquiera de los hijos o hijas, al que sus hermanos tenían el deber de vender
su parte, adquiriendo el heredero la obligación de mantener junta y en pié la
propiedad familiar. La propiedad era sagrada y no existía el desahucio. Los
arrendamientos eran baratos. El hombre y la mujer eran iguales ante la ley y en
el trato social diario. Los vascos consideraban que lo rural era más importante
que las ciudades, lugares en los que vivían «pobres hombres sin
tierra». Vivían de las vacas, maíz, trigo, patatas, explotación del
bosque, pesca, navegación a Europa y metalurgia. Eran católicos integristas, es
decir, creían que el Gobierno debía seguir los preceptos de la Iglesia. Despreciaban y condenaban a las mujeres que
tenían hijos fuera del matrimonio, así como a sus hijos.
Navarra occidental era parte del País Vasco. Álava se parecía
más a Castilla.
Los vascos, debido a sus fueros, estaban exentos de
reclutamiento, de tributos impuestos por el Estado (de modo que ellos mismos
fijaban sus impuestos), y de aranceles aduaneros (las aduanas estaban en la
línea del Ebro).
El norte interior.
La pequeña y media propiedad sobre tierras pobres
era propia de Castilla, León, Cáceres, La Rioja, Navarra suroriental y parte de
La Mancha.
Este conjunto territorial tiene una
pluviometría desigual pero siempre escasa, y por ello practicaba el
monocultivo, por no tener garantías de lograr otra cosecha que no fuera la del
cereal. Es una región agrícolamente pobre que, tradicionalmente, ha echado la
culpa de su pobreza a causas tan poco creíbles como la despoblación de algunos
territorios, el lujo, la abundancia de curas, monjas y frailes, las ovejas que
lo destruyen todo, los demasiados estudiantes que viven sin trabajar, el
absentismo de los grandes propietarios y los muchos impuestos. Esta era su
propia opinión sobre el tema. Nosotros creemos que hay causas más profundas
para esta pobreza: necesitaban mayor extensión en sus explotaciones. Hubo un
abuso en las rentas, llevado a cabo por propietarios no tan ricos. Hubo una
sobrecarga de impuestos, no tanto de lo que se entiende comúnmente por ello,
sino las añadiduras del diezmo y del «tributo de sangre» (mozos para
el ejército). Los ganaderos ricos eran escasos y no tan ricos como lo que
percibía el pueblo, aunque había excepciones obvias. La mayor parte de los
pueblos de estos territorios estaba formada por agricultores pobres y ganaderos
pobres. Los agricultores eran más numerosos y trataban de dominar los ayuntamientos
a fin de restringir los derechos y privilegios de los ganaderos, como el paso
de ganado, pasto en determinadas zonas, derrota de mieses y arrendamientos de
propios y comunales. Una vez abolida la Mesta en 1839, la lucha
agricultor-ganadero se hizo en cada pueblo, de donde resultaba que si un grupo
pertenecía a un partido político, el otro grupo se apuntaba a la oposición,
independientemente de cuáles fueran los partidos, y sin ninguna lógica a nivel
nacional. Es decir, los pueblos podían votar cualquier partido en cualquier
momento, si ello favorecía sus intereses dentro del pueblo, pero siempre hubo
unos votos para uno de los partidos nacionales en oposición.
La mitad sur peninsular.
El latifundio era la característica predominante en Andalucía,
Badajoz, Ciudad Real y Albacete.
Los cultivos de esta zona respondían a la
más típica trilogía mediterránea de trigo y cebada, olivos, vid y algunos
montes bajos dedicados a la cría de toros bravos. En medio de cada latifundio
había un «cortijo». El cortijo es una casa de grandes dimensiones,
disociada en torno a un patio, abierto o cerrado, en la que viven los empleados
permanentes del latifundio, y hay algunas habitaciones para cuando viene el
amo. Además de los empleados permanentes, el latifundio necesita jornaleros
para ayudar cuando aprieta el trabajo, jornaleros a los que uno de los empleados
permanentes contrataba cada día, a veces por la comida o poco más, y siempre
con los salarios más bajos de España, un 50% más bajos. Los demandantes de jornal
eran muchos, pues eran zonas de altísima natalidad y no había trabajo para
todos. El paro real lo calculamos hoy en un 40-50% habitual, con épocas de
mucho más paro, y estaciones de más fácil supervivencia que coincidían con la recogida
de cosechas, cuando había cosecha. Había bandolerismo de caminos y delincuencia
urbana como medios para sobrevivir, y un cierto proteccionismo popular hacia
estas acciones ilegales. La Ilustración consideró que el latifundio era una
injusticia social, y ya en el XVIII intentó repartir tierras cosechando fracaso
tras fracaso.
El problema del latifundio es mucho más
complejo de lo que pueda parecer a primera vista: Se trata de tierras no
siempre de buena calidad y amenazadas siempre por la sequía. El advenimiento de
tres o cuatro años secos seguidos, cosa que ocurre una o dos veces por década,
elimina al pequeño cultivador. En estas condiciones, éste prefiere vender la
tierra, que ya no le sirve para nada una vez que se deshace de animales,
sembradura y aperos para ir comiendo, y se vuelven a integrar en el latifundio.
La solución de que el Estado mantenga a los labradores es inviable, aunque ha
sido predicada frecuentemente por muchos redentoristas del sur. Para sobrevivir
hay que tener algún capital, y no ser un empresario demasiado pequeño. Las
explotaciones deben ser necesariamente grandes.
Esta condición especial del latifundio, ha
hecho que incluso el habla sea distinta en el sur: Allí llamaban labradores a
los arrendadores del latifundio que subarrendaban a otros más pequeños o
peletrines. En Castilla, labrador era el propietario pequeño que disponía de
una pareja de animales de tiro. El propietario era el señorito. Los peletrines
recurrían sistemáticamente a los labradores en las épocas de sequía y éstos les
ayudaban dejándoles utilizar las tierras marginales que normalmente no
arrendaban y prestándoles semilla. Estos favores eran pagados políticamente, de
modo que los labradores siempre dominaban los Ayuntamientos y, desde allí, y
con la amenaza de dar, o no, jornales.
La huerta mediterránea.
La huerta caracterizaba a las zonas mediterráneas de Aragón,
Cataluña, Comunidad Valenciana y Murcia.
En estas regiones hay un interior seco,
frío y de suelos miserables y unas zonas de regadío muy feraces al pie de los
montes, en zonas de menos altitud cercanas al mar. El interior, pobre y
católico, solía dar muchos soldados a los ejércitos carlistas.
Aragón, zona interior, pertenece casi todo él a la primera
zona seca y fría, sobre todo el Alto Aragón montañoso, tanto Huesca como
Teruel, donde lo predominante son los rebaños trashumantes. El Bajo Aragón,
casi todo en la provincia de Zaragoza, combina el secano de trigo y vid, y los
regadíos a los lados de los ríos y del Canal Imperial. Una especificidad de
Aragón es la costumbre de la jornada de 8 horas, que permitía a los pequeños
propietarios una segunda jornada en tierras propias. En las zonas bajas, Aragón
tiene zonas de huerta, escasas pero muy bien valoradas.
Cataluña tiene también un interior pobre que sufrió una gran
emigración desde que las ciudades próximas a la costa se industrializaron. Pero
lo que más nos interesa de Cataluña son sus zonas medias cultivables, y las
zonas industrializadas. En las zonas medias se cultivaban el trigo, vid, olivo
y frutas y verduras, aprovechando incluso los muy abundantes montes con
bancales o terrazas, de donde salió el dicho «los catalanes, de las
piedras hacen panes». En medio de su explotación familiar agrícola, que
heredaba una sola persona, hereu o pubilla, tenían su casa que llamaban “torre”
en el norte, y “masía” en el sur y en todo Aragón. Las tierras marginales o del
monte, solían pertenecer a latifundistas que las arrendaban a los payeses o
campesinos. El tiempo de arrendamiento se había fijado históricamente en la
«rabassa morta», es decir hasta que la cepa de la vid muriese, que
suelen ser unos 16 años, de donde a estos arrendatarios se les llamaba también
rabassaires. En los alrededores de Barcelona había surgido a lo largo del XIX
toda una serie de huertas para abastecer a los obreros de las fábricas.
Valencia y Murcia reproducían el mismo esquema catalano
aragonés pero en una franja de terreno estrechísima, lo que es el este de la Cordillera
Ibérica. Las partes altas son montes secos y fríos donde se cultiva el trigo,
leguminosas y olivo, o pan, alubias y aceite como dicen ellos. Lo
característico de estas regiones es la inmensa riqueza agrícola de su
«huerta», o zona baja susceptible de regadío. Los regadíos en esta
zona existían en tiempo de los romanos, tenemos todavía algún pantano y
acequias árabes y siempre han trabajado por ampliar el regadío. Tienen unos
sistemas tradicionales de reparto del agua, muy organizados y meticulosos, que
guardan con una disciplina admirable. Se trata de regiones con mucha densidad de
población, que tienen dividido el terreno en minifundios pequeñísimos. El
rendimiento de las fincas era altísimo, pero la capitalización no podía ser muy
alta y la productividad dejaba bastante que desear. Además de la naranja, fruto
emblemático de la zona, cultivan vid, arroz y muchísimas verduras.
Los archipiélagos.
Canarias se caracteriza por su clima
desértico. El mayor tesoro era el agua. El agua se obtenía de la humedad y la
bruma, excavando cuevas en las laderas de las montañas, con ligera pendiente
ascendente. El aire brumoso penetra en las cuevas, más frescas, y se condensa
en las paredes y el techo, que gotean. Un canalillo central conducía el fruto
del goteo hacia el exterior. Los dueños de estos artificios, vendían el agua a
los agricultores. Y constituían la clase superior de las islas. Otra forma de
tener agua, es almacenarla en los pocos días de lluvia torrencial que se
producen a lo largo del año, pero requiere una inversión que no todos están
capacitados para sostener. Un problema añadido para la agricultura era el
viento, el cual se dominaba mediante vallados semicirculares con proa a
barlovento. El viento dominante en el norte de cada isla es el alisio, que
viene del nordeste.
Muchos
agricultores eran minifundistas, y vivían en una pobreza notable. Su destino
era casi siempre la emigración a América, cuyo habla se parece siempre más al
canario que al castellano.
Baleares,
era tierra de grandes señores, casi siempre catalanes, y era alquilada en
pequeños lotes a campesinos pobres. El clima es excelente, con un verano muy
seco, como el mediterráneo, propicio a la vid y el olivo. El suelo es calcáreo,
dado a la aridez,