Iglesia Católica y Guerra de España en verano de 1937.

Ideas clave: Guerra de España y catolicismo europeo, intervención de El Vaticano en la guerra, la Iglesia católica en junio de 1937, Iglesia y nacionalcatolicismo, la Carta colectiva del Episcopado Español, repercusiones de la Carta Colectiva,

     Guerra de España y catolicismo europeo.

En el ataque a Vizcaya que hicieron los franquistas, se produjeron espectáculos bélicos-católicos de sabor medieval, pues sacerdotes católicos de ambos bandos en lucha, empezaban los combates dando confesiones generales seguidas de una misa, en la que comulgaban la mayoría de los soldados. Y posteriormente a cada batalla, los vencedores, y a menudo los dos bandos se consideraban vencedores, cantaban un Te Deum para dar gracias a Dios por haber vencido a los enemigos, por haberlos matado si se mira desde otro punto de vista. A continuación se fusilaba a los derrotados. Y eran católicos luchando contra católicos. Y los dos bandos hacían lo mismo. Y nadie pareció darse cuenta de la barbarie que todo ese ceremonial representaba.

Explicar estos sucesos en el mundo católico era difícil. Los católicos del mundo apoyaban a los rebeldes católicos, pero también a los vascos católicos, y pedían una explicación de por qué se estaban matando ente ellos. Los obispos españoles pidieron a sus colegas del resto del mundo que dieran una explicación “de la verdad”, pero lo irracional es muy difícil de explicar y la verdad tiene muchas facetas, según quien la explique.

Georges Bernanos, 1888-9148, literato francés católico que residía en Mallorca en 1936, territorio rebelde, actuaba a favor de los rebeldes, e incluso su hijo era falangista. Pero al poco de empezar la guerra, y tras ver tantas barbaridades, consideró que la actuación de los franquistas era inaceptable, y escribió “Los grandes cementerios bajo la luna”. Censuraba el que la Iglesia se aprovechara de la muerte y de la destrucción para hacerse publicidad y hacer proselitismo. Y dijo que, en realidad, la Guerra de España era un pudridero tanto de los principios verdaderos como de los principios falsos. Y más aún, el silencio de la jerarquía católica sobre ello, era intolerable. Las represalias de los vencedores eran asesinatos. Y en vez de evitar las masacres, los obispos y sacerdotes españoles organizaban procesiones y actos de acción de gracias a Dios. La jerarquía católica había confundido las posiciones ideológicas fascistas con sus posiciones ideológicas católicas, y con ello, estaban avalando la inmoralidad. La novela de Bernanos era por tanto muy dura, y desmontaba el argumentario franquista de que la rebelión había sido necesaria. Decir que si Franco no se hubiera rebelado, hubiera habido muchas más violencias, era un futurible que la Iglesia no hubiera debido permitirse. Había en marcha revoluciones socialistas de clase, revoluciones anarquistas, comunistas varias, catalanistas y vasquistas, y una revolución fascista en el otro bando, pero también intentos de recrear una “Iglesia Agustinista”. Como nunca se puede adivinar el futuro, y mucho menos justificar en ese futuro, las violencias que pensamos ejercer en el presente, Bernanos terminaba afirmando que la Guerra de España era una guerra de clases entre los que vivían en la más absoluta miseria y los que no querían poner en marcha las soluciones que habían adelantado el liberalismo y el socialismo del siglo XIX, aceptables cuando no eran radicales ni violentos. Al contrario, los pudientes se aferraron a sus privilegios y a sus propiedades particulares. La guerra tenía aspectos de guerra de religión, pero no era una guerra de religión.

También Bruce Marshall, en The fair brade, criticó a la Iglesia católica española por ser una Iglesia apegada a los ricos y a los poderosos, y porque realmente la Iglesia vivía de ellos. El trato con los pobres se limitaba a predicarles resignación y dedicación a la oración, y unas pocas limosnas.

Para aclarar un poco más la situación, debemos advertir que la irreligión en España era cosa de los anarquistas y de algunos comunistas. Los anarquistas eran una minoría en España, y los comunistas una minoría insignificante, aunque fueran minorías muy activas. El hecho de que fueran capaces de arrastrar a las masas, es un tema distinto, y se debe a la situación de pobreza y de expolio de la propiedad en que vivían las masas.

El comportamiento de un bando no fue más moral que el del otro bando. Cuando se producían fusilamientos masivos en Badajoz y en los pueblos de Extremadura, no era un comportamiento ni más, ni menos aceptable, que el de sus enemigos a los que acusaban de inmoralidad. Si los franquistas fusilaban en Badajoz, los gubernamentales fusilaban en las cárceles de Madrid y en cualquier ciudad tras un bombardeo. Y poner la religión como excusa para matar, tanto matar católicos por serlo, o matar comunistas por no serlo, es igual de inmoral. Los dominicos y jesuitas de algunos conventos se dieron cuenta de que estaba pasando algo extraño en el sentido que venimos comentando, pero no tuvieron coraje para denunciar a los de su bando.

Al final, todos alegaron “deber de obediencia legítimo”, algo no objetivable. Pero olvidaron hablar del deber de protestar contra la injusticia manifiesta. Y ante esta contradicción aplastante, todos llegaron a la conclusión de que era muy buena la No Intervención y el diálogo entre las partes, como si ello pudiera lavar sus conciencias.

Los políticos franceses y belgas se escandalizaron mucho por las consecuencias del bombardeo de Guernica, y hasta un no creyente y comunista como Picasso, se dio cuenta de la oportunidad de ganar dinero y fama con ello, y pintó el “Guernica”, un motivo de propaganda que le sirvió para vender miles de cuadros a precios exorbitantes. Picasso vivía un momento en el que los católicos hacían llamamientos para que los Gobierno pusieran fin al conflicto español, y se aprovechó muy bien de ello. Al fin y al cabo, Picasso carecía de escrúpulos morales y de sentimientos humanos respecto a las mujeres, la religión y el dinero.

Los Gobiernos francés y británico, quisieron hacer la interpretación de la guerra que les convenía: dijeron que era una guerra contra el fascismo. Ello no era la verdad. Era cierto que en España estaban luchando 60.000 soldados de Mussolini y unos 6.000 de Hitler, y que ambos estaban gastando mucho dinero y material en España. Y también era cierto que luchaban rusos y comunistas llamados por el Comintern, y en Europa no se dijo que era una guerra contra el comunismo, como sí decían la Iglesia y Franco.

Tampoco era verdad que se tratara de una guerra santa como decían Sturzo y los dominicos franceses de la revista Sept y los dominicos británicos de la revista Black Friars, pues no por ponerse los católicos españoles del lado de Franco se legitimaba la rebelión de Franco. La insistencia en los “martirios” de sacerdotes católicos, era echar leña al fuego para justificar nuevas muertes injustificadas. Pero también callar los asesinatos de sacerdotes católicos sería dar la razón a los anarquistas y comunistas. El tema se debía tratar con prudencia, y nunca como motivo de propaganda, exagerando las muertes provocadas por el contrario, y callando las propias. Exaltar sólo las muertes propias, no era toda la verdad. Y aprovechar para sugerir hecatombes, donde sólo ha habido unas docenas de fusilamientos, no es contribuir a la verdad.

También Jacques Maritain criticó la situación española y dijo que no era una guerra santa, y que los asesinatos son asesinatos, injustificables incluso en tiempo de guerra. Tan horrible era matar sacerdotes acusados de fascistas, como matar sacerdotes acusados de vasquistas. Y tan horrible era matar sacerdotes, como matar gente inocente, soldados que estaban allí y eran reclutados y obligados a luchar, por el simple hecho de estar en una zona determinada. Pues los campesinos y obreros que coincidieron en zonas rebeldes, fueron enviados a matar comunistas y anarquistas, sin que ellos hubieran tenido la oportunidad de opinar, y los que coincidieron en zonas gubernamentales, fueron enviados a matar “fascistas”, sin darles tampoco la oportunidad de opinar. Y una vez que quisieron pasarse de bando, ocurrió muchas veces que fueron fusilados por haber estado alistados en el bando contrario. Y la situación de contratar a miles de musulmanes para matar en España, tampoco era menos sacrílega que contratar comunistas para matar “católicos fascistas” en España. Estas consideraciones de Maritain causaron mucha indignación en España, y no pudieron publicarse durante muchos años.

Responsables de este confusionismo mental, fueron muchas veces los obispos. Escribían pastorales explicando la guerra como un asunto de religión, lo que les convenía a ellos. Franco se dio cuenta de esta debilidad de los obispos, y dijo que los enemigos del catolicismo estaban con los rojos mientras él se estaba rebelando contra los enemigos de la religión. Daba a entender que un aspecto de la realidad era toda la realidad, porque Franco se había rebelado también contra la democracia y contra el liberalismo, y callaba que en el lado gubernamental había tantos católicos como en el franquista. Cuando 500 obispos del mundo y muchos generales de órdenes religiosas, se pusieron del lado de Franco en julio de 1937, se declaró que los católicos que no pensaran igual que ellos era porque habían sido engañados. Esta afirmación de posesión de la verdad, era similar a lo que hacían Mussolini, Hitler, Lenin o Stalin. Y a partir de ello, los católicos del mundo hicieron colectas para ayudar a los rebeldes españoles, y actuaron “de parte”.

Alguien se dio cuenta de la barbaridad de declararse poseedor de la verdad, y más aún de declarar mentirosos a todos los demás. 150 clérigos de los Estados Unidos, publicaron artículos en el The New York Times, en 4 de octubre de 1937, para afirmar que no se podía mostrar menosprecio a las opiniones de los demás. Pero no fueron escuchados, sino que la opinión del episcopado mundial estuvo con Franco.

El confusionismo entre los obispos era tremendo, pues declaraban ilícita la guerra al tiempo que condenaban a los católicos que no estaban de parte de los rebeldes españoles. El General de los dominicos, mandó cerrar la revista Sept en 1937, porque la revista opinaba libremente. En realidad, creemos que el cierre se debió a una crítica de los obispos españoles sumisos a Franco.[1]

También en 1937, Ignacio González Menéndez Reigada, dominico de San Esteban de Salamanca, escribió “La Guerra Nacional española ante la moral y el Derecho”, en La Ciencia Tomista, nº 56, 1937, y construyó el ideario franquista a partir de los sentimientos bélicos del momento: Dijo que el Gobierno del Frente Popular era ilegítimo, tiránico, traidor a la patria, enemigo de Dios y de la Iglesia; El “Alzamiento” era justo, legítimo y hasta obligado, porque se trataba de una guerra santa; El “Gobierno Nacional” era legítimo y católico y cumplía un deber patriótico, humanitario y religioso;; toda ayuda al Frente Popular era ilícita, y toda oposición al Gobierno Nacional era igualmente ilícita; los nacionalistas vascos obraban ilícitamente al tomar las armas contra el Gobierno Nacional. El artículo de Menéndez-Reigada dice tales incorrecciones racionales que Maritain creyó que le debía responder, para negar que fuera una guerra santa.

         Intervención de El Vaticano en mayo.

En mayo de 1937, la Santa Sede presentó ocho puntos de negociación a José Antonio Aguirre, Presidente del País Vasco, pero el Gobierno de la República Española interceptó la carta y no llegó a su destino. Aguirre propuso a Franco nuevas condiciones de negociación, pero Franco las rechazó mientras Aguirre estuviera al frente de una partido independentista como el PNV y fuera Presidente del País Vasco, una autonomía que Franco no admitía. Y no se pudo evitar el ataque a Bilbao. El objetivo principal de Franco era acabar con los gudaris, soldados nacionalistas del PNV, y el conflicto aumentaba de día en día. Tan enconado estaba el conflicto, que Gomá llegó a pronunciar una frase que luego muchos otros repitieron desde el lado de Franco: “Ganaremos la guerra, pero perderemos la paz”.

     Iglesia católica en junio de 1937[2].

El episcopado español se declaró franquista. El arzobispo de Burgos publicó que los católicos vascos estaban excomulgados por haber colaborado con los republicanos en la guerra.

En 5 de junio de 1937, Pablo de Churruca fue nombrado Ministro Consejero y Agente de Franco ante la Santa Sede.

Hubo un desfase evidente entre el interés del Papa y la jerarquía católica, por situarse ante el nuevo Gobierno, y es que Franco exigía de Roma más cooperación. En principio Franco hizo una campaña de desprestigio contra Eugenio Pacelli, contra el cardenal de Tarragona y contra el obispo de Vitoria, que habían negociado con los republicanos al tiempo que con los rebeldes. Solamente cuando la jerarquía condenó en bloque a los republicanos, Franco se avino a unas relaciones normales con la Iglesia.

Isidro Gomá Tomás, 1869-1940, era un catalán formado en el seminario de Tarragona, que se ordenó sacerdote en 1895, y se hizo cura rural. Se hizo doctor en teología en Valencia, y en Derecho Canónico y Filosofía en Tarragona. En 1897, fue profesor del seminario de Tarragona y en 1899 fue Rector de esa entidad. En 1927, fue investido obispo de Tarazona (Zaragoza) y en calidad de obispo criticó en 1931 la política laica de la República Española. Cuando el Gobierno expulsó de España al cardenal Segura, Gomá fue designado arzobispo de Toledo y Primado de España. En 1935 fue elevado a la categoría de cardenal. Y en julio de 1936, estaba en el balneario de Belascoain (Navarra), cuando surgió la rebelión militar, y no le costó nada declararse amigo de los rebeldes, pero no dejó de ser el Primado de España. En 1939, terminada la guerra, escribió “Catolicismo y Patria”, en apoyo del franquismo, y en 1940 le concedieron el honor de pertenecer a la Real Academia Española.

     Iglesia y nacionalcatolicismo.

     La influencia de la Iglesia sobre la sociedad se hizo muy grande y los curas párrocos actuaban con soberbia. La Iglesia se sintió tan satisfecha, que, en 10 de junio de 1937, los obispos declararon oficialmente su apoyo a Francisco Franco. El Estado de Franco contestó que él también apoyaría siempre a la Iglesia. De ahí nació lo que se llamó nacional-catolicismo.

     En los “falangistas viejos”, de auténtica ideología fascista, surgió un cierto recelo, pues la falange de José Antonio Primo de Rivera era laica. Y Mussolini era ateo.

     Otra cosa que se consiguió en este movimiento masivo de acercamiento de los españoles a la Iglesia, fue la desaparición de CEDA, la cual no repartía puestos de trabajo como el franquismo y la Iglesia. Gil-Robles lo expresó diciendo que el Gobierno de Franco le había apartado de la política, pero Franco estaba haciendo dos cosas: estaba eliminando el único partido que podía molestarle en su idea de una política sin partidos políticos, y estaba castigando a Gil-Robles, el cual se había ido a Biarritz el 17 de julio de 1936, y se había desentendido de la rebelión. En Biarritz, Gil-Robles entregó a Mola 500.000 pesetas como ayuda, pero el 17 de julio se le pidió que acudiera a Burgos e hiciera una reunión de Diputados de derechas que legalizara la rebeldía, y no lo hizo. Después del golpe de 17 y 18 de julio, el 23 se le insistió para que acudiera a Burgos, y Gil-Robles volvió a negarse. Sólo el 30 de agosto, se llegó a Valladolid y se entrevistó con Mola, pero era ya tarde y encontró que nadie le hacía caso, y que CEDA no estaba en los planes rebeldes. Decepcionado, Gil-Robles se retiró de la política en 24 de abril de 1937.

     La desaparición de CEDA marcó un camino diferente de la sublevación. El 1 de octubre de 1936, Franco fue declarado Jefe del Gobierno, y con ello desaparecieron de entre los rebeldes los liberales y los republicanos. La rebelión se había convertido en un proyecto dictatorial, antidemócrata, antiliberal y antisocialista. Los nuevos caracteres rebeldes eran católico, franquista, jerárquico, autoritario, y militarista. Franco impuso la censura total de la política.

La Carta Colectiva del Episcopado Español.

El 1 de julio de 1937, el cardenal Isidro Gomá Tomás, arzobispo de Toledo, publicó la “Carta Colectiva del Episcopado Español” la cual iba dirigida a los obispos de todo el mundo, y declaraba el apoyo de la Iglesia católica a la sublevación y calificándola de “cruzada”, lo cual equivalía a que la Iglesia iba a subvencionar económicamente a Franco. Isidro Gomá era el primer firmante, y a continuación firmaban casi todos los obispos de España, menos Mateo Múgica de Vitoria y Vidal i Barraquer de Tarragona. Fue publicada en prensa en agosto. Vidal y Barraquer había huido a Lucca (Italia), desde donde vivía la guerra española con más tranquilidad. Y Múgica, había huido a Francia, donde también estaba seguro. Ambos dijeron que la carta de los obispos españoles era, cuando menos, inoportuna.

La Carta Colectiva se venía preparando desde enero de 1937. Eugenio Pacelli, el Secretario de Estado de El Vaticano, había enviado varios despachos a Isidro Gomá, cardenal Primado de España, y representante oficioso de El Vaticano ante los Rebeldes españoles, para el inicio de unas conversaciones secretas entre el Gobierno Vasco y el Gobierno Franquista, dos Gobiernos católicos enfrentados en una guerra. En febrero de 1937, se le dieron a Gomá nuevas instrucciones sobre el tema, puesto que las negociaciones no avanzaban: la sugerencia de El Vaticano era que se redactara una Carta Colectiva del Episcopado Español para explicar la cooperación entre católicos y comunistas. El 23 de febrero, Gomá le respondió a Pacelli que no era buena la idea de la Carta Colectiva, porque todas las declaraciones episcopales estaban siendo tergiversadas o calificadas de apócrifas, como había sido el caso de la Pastoral de los obispos de Pamplona y Vitoria de julio de 1936, y de la Carta Abierta de Gomá de 10 de enero de 1937. En todo caso, se debía esperar el momento oportuno y elegir bien la forma de expresión. El 10 de marzo de 1937, Pacelli dijo que había hablado con el Papa Pío XI sobre el tema y habían decidido dejar el asunto en manos de Gomá para que hiciera lo que creyera oportuno, siempre de acuerdo con el resto del episcopado español. Entonces, Gomá pidió la opinión de los obispos y éstos enviaron sus opiniones a Pamplona durante los meses de marzo y abril de 1937. La mayoría opinaba que se debía redactar la Carta Colectiva, e incluso aportaban ideas que debían aparecer en ella. El único que se oponía era Vidal i Barraquer, que estaba en Italia, porque opinaba que un documento así, podía dar lugar a represalias. A finales de abril, Gomá la empezó a redactar. Los destinatarios debían ser todos los católicos españoles, pero la finalidad última era dar la interpretación de la guerra a los obispos del mundo. Las materias a tratar serían: los antecedentes y causas de la situación española; los valores en juego en la guerra; las consecuencias de la guerra; y las orientaciones pastorales que se querían dar.

El 10 de mayo de 1937, Gomá se entrevistó con Franco, a petición de Franco. Franco le explicó el Decreto de Unificación recién dictado en 19 de abril, por el que creaba un partido único y suprimía la independencia de falangistas y carlistas. Franco opinaba que era necesario afianzar los valores católicos y plasmarlos en una legislación nueva, que rompiera con la legislación marxista y que se adelantara a las imposiciones nazis que esperaba de Alemania. Y Franco terminó pidiendo a Gomá que los obispos le explicaran al Papa la situación del País Vasco, unos católicos contrarios a Franco. Era un punto muy delicado para Gomá, que se hallaba atrapado en ello, y Gomá se excusó hablando de circunstancias anómalas, de penuria económica, y le dijo a Franco que el Papa tenía mucha información sobre el tema. Franco también se quejaba de que la prensa católica europea, principalmente la francesa y la belga, no admitieran que la Guerra de España era una cruzada católica. Franco decía que le parecía inexplicable poner en duda que el “Movimiento Nacional” fuera un acto de justicia. Y por ello, pedía que los obispos españoles contaran la verdad a los obispos del resto del mundo. Gomá contestó que estaba en marcha un proyecto de una Carta Colectiva que lo explicaría, y que estaba en fase de consulta a los obispos, cosa que Franco ya sabía. Gomá le dijo a Franco que el escrito sería sobrio, breve, ajustado a la verdad, y que hablaría de las dos Españas en guerra. En cuanto al momento de su publicación, se consultaría con la Santa Sede su oportunidad.

El 15 de mayo de 1937, Gomá escribió una carta a todos los obispos dando cuenta de su entrevista con Franco y pidiéndoles su parecer sobre la Carta Colectiva y la declaración de quiénes estarían dispuestas a avalarla con su firma. Dijeron sí todos menos Vidal i Barraquer, que decía que en vez de una carta a los españoles, los obispos deberían escribir a sus colegas del mundo explicando el tema.

En junio de 1937, se envió el borrador a Roma. Lo había redactado Gomá. Se advertía que era un tema pastoral del episcopado español, y que no era salido de Franco. El 14 de junio, los obispos recibieron el Proyecto definitivo de la Carta colectiva, junto a un cuestionario para posibles modificaciones y sugerencias para su publicidad. También se informaba de la opinión de Franco sobre el tema, completamente positiva. A fines de junio, Gomá envió a Roma los resultados de la consulta última y comunicaba que los obispos españoles apoyaban el Movimiento Nacional (es decir, el movimiento rebelde franquista); que creían que la carta Colectiva debía tener la mayor difusión posible; que se debía proceder con cautela, para evitar represalias en la zona gubernamental; y que Vidal i Barraquer estaba en contra porque consideraba inoportuno un documentó así. Y Gomá redactó el documento definitivo. Tras ello, envió a Roma las pruebas de imprenta. Lo único que no había contado Gomá era que los obispos consideraban que el tono era demasiado moderado.

Francesc Vidal y Barraquer, 1868-1943, era cardenal desde 7 de marzo de 1921, y era como el segundo Primado de España, el uno en Toledo, y el otro en Tarragona. Durante la República había intentado el diálogo con el Gobierno, frente a las tesis rupturistas del cardenal Segura. Vidal se oponía al colaboracionismo de Gomá con Franco, y opinaba que la Iglesia no debería tomar partido por ninguno de los bandos. Franco, a partir de este símbolo del no firmar, siempre le consideró enemigo del régimen, y la Iglesia española, más franquista que católica, también le consideró peligroso hasta su muerte en 1943.

La Carta Colectiva era un documento muy pensado, y se caracterizaba por sus grandes ausencias, muy deliberadas, sobre los que pasaba en la “zona nacional” contrario a la moralidad y los derechos humanos. Tampoco contaba que Franco no perdonaba a nadie, ni siquiera a los sacerdotes: 16 sacerdotes nacionalistas que luchaban contra Franco en la toma del País Vasco, fueron fusilados.

La Carta Colectiva buscaba la justificación de la rebelión española ante el resto del mundo, una vez que los obispos habían optado por el bando rebelde. Por otra parte, El Vaticano se interesaba por la explicación sobre que los sacerdotes vascos colaborasen en un Gobierno en que también había comunistas.

La  Carta Colectiva empezaba haciendo una serie de consideraciones falsas, sobre las que se basaba todo el argumentario posterior: que había habido una conspiración de los frentepopulistas, anterior a la rebelión militar de julio de 1936, lo que había provocado el conflicto. Decía que la culpa era de los comunistas y anarquistas, “que asesinan y martirizan”. Y decía que la guerra era necesaria hasta el exterminio de las ideas y procedimientos de la anarquía y el bolchevismo.

La Carta Colectiva, avalada por el Papa Pío XI, por el Secretario de Estado Eugenio Pacelli, y por casi todos los obispos españoles, justificaba la guerra: “aun siendo la guerra uno de los asuntos más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia, y volver al reinado de la paz”. Y también trataba de exculpar a la Iglesia: “La Iglesia es espíritu de paz y no quería la guerra, pero no puede ser indiferente cuando se suprime a Dios y hay que conservar el viejo espíritu español y cristiano”. Las causas de la guerra, según la Carta Colectiva, habían sido el olvido de la tradición católica, la farsa del parlamentarismo, la corrupción de las costumbres, el vacío de autoridad política, la mala prensa, las ambiciones locas, y el odio de los desposeídos ante el abuso del rico de enriquecerse con afán, sin generosidad para con el necesitado, sin obras de carácter social, sin fomento del arte y de la ciencia. Es decir, todos los males eran atribuidos a los enemigos de la Iglesia y todos los bienes a la Iglesia. Con estas premisas, hablar luego de diálogo parecía una broma. Por último, pontificaba que se debe amar al prójimo con compasión y misericordia, y orar por ellos para que vuelva a sus inteligencias la serena visión de la verdad y la fraternidad.

La carta decía que el 18 de julio de 1936 había sido un levantamiento cívico militar de los elementos civiles más sanos y mejor calificados de la sociedad y del ejército para defender los derechos y libertades de la Iglesia, que la Iglesia había respetado, durante la República, la autoridad constituida y, a cambio, se habían quemado iglesias y asesinado eclesiásticos. Decía que la Iglesia no deseaba la guerra, pero comprendía que muchos católicos “bajo su responsabilidad personal”, se habían comprometido con el bando de los “nacionales” (rebeldes), y la Iglesia agradecía la protección que los “nacionales” le estaban dando, y deploraba la persecución que sufrían los sacerdotes en la zona republicana. Se decía que la República había ido contra las conciencias cristianas y contra la Iglesia católica, a pesar de que los obispos habían hecho declaración de sumisión a la autoridad constituida desde 1931, el primer año de la República. Se citaba el derecho legítimo a la defensa, doctrina de Santo Tomás, y la irrefutable evidencia de que el alzamiento se había adelantado a una revolución soviética en España.

La Carta decía que en España luchaban dos conceptos de civilización, el cristiano y el ateo.

Con esta Carta, la Iglesia tomaba parte activa en la guerra, y lo hacía en el lado rebelde, junto a los integristas católicos requetés y los fascistas falangistas, y se justificaba en que era un hecho consumado e inevitable. La iglesia se consideraba “no beligerante”, pero se había visto obligada a redactar esta Carta para no aparecer como cómplice de las injusticias. Pero quería dejar claro que la Iglesia no hacía un llamamiento a la guerra, ni llamamientos a matar a nadie. Y dijo que la guerra no era una cruzada cristiana, como estaba diciendo el bando rebelde. La Iglesia legitimaba la sublevación, pero no se sentía sometida a Franco, ni justificaba los abusos que también se cometían en el bando rebelde de Franco. La Iglesia agradecía a Franco su esfuerzo por la justicia. Pero la Iglesia se proponía evitar la aparición de un Estado autócrata. La Carta Colectiva era un juego de palabras y de ideas, sólo comprensibles para los convencidos católicos.

La Carta Colectiva hablaba de apoyo a los sublevados, pero debemos entender que la Iglesia española no se ponía en manos de los sublevados, sino que intentaba aprovechar la circunstancia de la instauración de un Estado Muevo, para ser ella quien dirigiera ese Estado. Eso es lo que significaba para Gomá “ganar la paz”. Pero Falange no estaba dispuesta en absoluto a ceder el poder político a los curas, ni ningún fascismo lo hacía, y Franco tampoco se lo cedió. Franco les dio todo tipo de dineros y privilegios, pero el poder se lo reservó para él, y así se mantuvo 36 años en el poder.

Y el 1 de julio de 1937, se publicó por fin la Carta Colectiva del Episcopado Español. Estaba firmada por 43 obispos y 5 Vicarios Capitulares. Se publicaba en francés (15.000 copias), inglés (6.000 copias) y español (40.000 copias). Los obispos españoles recibieron dos copias cada uno, con el ruego de que las divulgaran hasta que estuviese distribuida por todo el mundo, para evitar confiscaciones y represalias. Después, los particulares, imprimieron y distribuyeron más copias en Bélgica, Canadá, Francia y Estados Unidos, y el número de copias finalmente distribuidas nos es incalculable, tal vez 300.000 ó 400.000. Y hasta 54 obispos extranjeros se solidarizaron con los obispos españoles.

Franco quedó muy satisfecho de la Carta Colectiva del Episcopado Español, y a través del padre Bayle, dio una opinión en un artículo titulado “El mundo católico y la Carta colectiva del Episcopado Español”.

El Papa Pío XI quedó muy satisfecho del alzamiento de Franco, y de la carta redactada por Isidro Gomá y firmada por casi todos los obispos españoles, y envió a Burgos, como Encargado de Negocios de El Vaticano, a Hildebrando Antoniutti, el cual llegó a su destino en julio de 1937. Ello provocó cierto rechazo en Europa: los católicos progresistas franceses del grupo de Mounier, adoptaron una posición a favor de la República Española, lo cual era contradecir al Papa. El 21 de septiembre, Antoniutti recibió su nombramiento oficial como representante del Papa ante Francisco Franco.

Los efectos de la Carta Colectiva fueron inmediatos en Roma, pues la Santa Sede reconoció el 28 de agosto de 1937 a las autoridades rebeldes de Burgos, como el único Gobierno legítimo de España. Este apoyo sería incondicional hasta después de 1960.

Franco decidió cambiar a su agente en Roma, el marqués de Magaz, el cual fue nombrado embajador en Berlín, donde podía seguir haciendo su labor de enaltecimiento de Franco.    El 21 de julio, la Santa Sede respondió a las consideraciones de Gomá, pues se había sentido aludida por la frase “es general el aforismo de que ganaremos la guerra, pero perderemos la paz”. Y la Iglesia se decidió a hacer algunos cambios. Aceptó como nuevo agente de Franco a Pablo Churruca, pero siguió siendo de carácter oficioso, y Pacelli por su parte, envió a España a Antoniutti, con la misión específica de preocuparse por los niños vascos que estaban saliendo al extranjero, y gestionar su repatriación y vuelta con sus familias. Como misión más general, debía observar la realidad española, e informar sobre la conveniencia de reconocer al Gobierno de Franco. Antoniutti no gustó a Franco, el cual empezó por negarle el permiso de entrada en la “zona nacional”, y tampoco gustó al PNV, porque empezó recomendando a los padres vascos que confiasen en la Iglesia, lo cual significaba intervencionismo en los problemas del PNV. El tema era muy complicado porque una gran parte del clero vasco era nacionalista, y algunas veces, amigo de los socialistas y comunistas vascos. Ninguna de las partes vascas, ni el PNV, ni los socialistas de UGT, ni los comunistas, estaba dispuesto a ceder, y el papel de Antoniutti era complicado. El tema era tan complicado, que Franco dijo que hasta los comunistas eran más españoles que los curas nacionalistas vascos.

Pablo de Churruca informó el 1 de agosto de 1937, que El Vaticano le aceptaba, y Franco dio su visto bueno el 13 de agosto. El 27 de agosto, Pablo de Churruca estaba en Roma al lado de Eugenio Pacelli.

El 7 de septiembre, Pacelli notificó a Gomá la designación de Antoniutti como Encargado de Negocios en España. Y tras esta comunicación oficial, Antoniutti fue bien recibido en Burgos.

La zona republicana tenía que reaccionar ante el hecho de que Franco tuviera relaciones con El Vaticano. Y el Ministro de Justicia, Manuel de Irujo, católico vasco, encargado de las relaciones con la Santa Sede, dijo que el Gobierno de la República debía terminar con la imposición de condiciones al catolicismo. Ello originó una crisis en el Gobierno, pues Negrín, los socialistas, los comunistas, y los anarquistas, creían que previamente había que terminar definitivamente con los privilegios católicos. Sólo Prieto apoyaba a Irujo. Irujo pidió: el restablecimiento del culto católico; la reapertura de los templos; la creación de un registro de confesiones religiosas; y la creación de un Comisario de Cultos. El Consejo de Ministros no accedió a las peticiones de Irujo, ero autorizó el culto en privado. Los vascos seguían con templos abiertos y el culto era público. La República utilizó como intermediarios en sus conversaciones con El Vaticano a algunos sacerdotes franceses, y al cardenal Vidal i Barraquer, que estaba en la Cartuja de Lucca. Pero Vidal i Barraquer era catalanista, y eso no facilitaba las cosas.

En abril de 1939, el Papa Pío XII ratificó las ideas de la Carta Colectiva en el Documento “Con Inmenso Gozo”.

    Repercusiones de la Carta Colectiva.

El Gobierno de la República Española tomó medidas en julio de 1937 sobre los temas del culto religioso, sobre los religiosos y sobre el patrimonio de la Iglesia. Se dio una cierta protección jurídica a los sacerdotes, se reguló el servicio militar de los clérigos, se autorizó el culto en capillas privadas, y se ordenó que el oro y la plata acumulados por la Iglesia fueran entregados al Estado, excepto los vasos sagrados que utilizaban para el culto. Y se estableció una relación de edificios y monumentos que serían protegidos por el Estado. Los Decretos provenían de Manuel de Irujo, Ministro de Justicia católico y vasco. Inmediatamente se puso de manifiesto el conflicto social existente: Paulino Gómez Sáez, Delegado General de Orden Público en Cataluña, miembro del PSOE, se tomó el legislativo a chufla, y utilizó a los sacerdotes apresados como rehenes para futuras negociaciones con los rebeldes.   El Vaticano estaba en su mundo, defendiendo los valores materiales de la Iglesia y los cargos jerárquicos de la Iglesia: decía que quería mantener una posición equidistante entre los bandos en guerra, como si ello fuera posible. Y tanto el Papa Pío XI, como el cardenal Pizzardo, y el Secretario de Estado Eugenio Pacelli, quedaron mal con la República, porque ésta les acusó de fascismo, y quedaron mal con Franco, porque éste les exigía compromiso con la rebelión española. La posición de El Vaticano se hizo explícita en un discurso de 14 de septiembre de 1936 a unos peregrinos españoles que habían ido a Roma, cuando les dijo que quería “estar con todos los españoles”. Ninguno de los bandos en guerra comprendía cómo el Papa podía decir que estaba con todos los españoles, cuando sus posiciones ideológicas eran incompatibles. Así que la posición de la jerarquía española fue libre, cada uno se puso en el bando que quiso, pero eso no significaba en absoluto que no estuvieran decididamente en un bando o en otro: Gomá de Toledo era franquista cerrado; Pedro Segura de Sevilla era monárquico y pedía la restauración monárquica; los obispos vascos eran vasquistas; y Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona era el único que trataba de mostrarse equidistante en el papel que inicialmente se le suponía a las palabras de El Vaticano. Como El Vaticano apoyó a todos, lo único que concluimos es que no hubo arrestos en El Vaticano para condenar a algunos obispos y a algunas posiciones políticas de los obispos. Y a esa falta de arrestos la denominaban prudencia.

En agosto de 1937, Lluis Nicolau d`Olwer, católico republicano, inició conversaciones en París para tratar de restablecer las relaciones entre El Vaticano y la República de España. En esta operación estaba implicado José María Trias i Peitx, de Unión Democrática; Alberto Onaindía, canónigo vasco; Monseñor Tarragó, enviado del cardenal Verdier, arzobispo de París, daba cobijo a los participantes. Las conversaciones fueron un fracaso, porque Verdier se declaró simpatizante de la Carta Colectiva del Episcopado Español, lo cual no facilitaba precisamente el entendimiento entre las partes, Ángel Ossorio y Gallardo perdió allí todo su prestigio, y acabó en Buenos Aires, monseñor Manuel Irurita, obispo de Barcelona había sido asesinado en diciembre de 1936 por los anarquistas, Monseñor Anselmo Polanco Fontecha, obispo de Teruel fue apresado en enero de 1938 y fusilado en febrero de 1939, y no hubo modo de llegar a unos acuerdos mínimos para iniciar conversaciones. Y cuando El Vaticano reconoció oficialmente al régimen franquista en junio de 1938, las posibilidades de diálogo fueron nulas, aunque las expectativas de la Iglesia, tras ponerse del lado del previsible triunfador, eran máximas.

Hubo muchos “intelectuales” que intervinieron a favor del diálogo: José Bergamín, Semprún, Gurrea, Eugenio Imaz, Enrique Moreno, Claudio Sánchez Albornoz, el sacerdote Carlos Cardó, el sacerdote Josep María Llorens, el sacerdote Joan Vilar i Costa, el sacerdote Gallegos Racafull, Leocadio Lobo, el canónigo Vázquez Camarasa… pero sus propuestas no tenían contenido suficiente como para hacer dialogar a las partes, sino que siendo vacías de contenido, incrementaban el conflicto. En realidad trataban de convencer a los otros que lo bueno era la parte rebelde, en lo que denominamos nacional catolicismo. Esta falta de realismo de no comprensión de las razones de ambos bandos, daría lugar en los años sesenta a un movimiento sacerdotal de “cristianos para el socialismo”, donde unos pocos sacerdotes y seminaristas, recogieron los puntos del marxismo y del socialismo que debieron haberse tenido en cuenta durante la Guerra Civil Española, y surgió un híbrido de catolicismo y comunismo, bastante incomprensible para los que no vivieron esos años de protesta contra el franquismo.

Algunos católicos españoles entendieron que la Carta Colectiva ponía a la Iglesia al servicio de Franco, lo cual era una barbaridad desde el punto de vista de la fe. Pero este movimiento no se produjo hasta fines de 1938.

Los republicanos aprendieron algo de este incidente de julio de 1937 con la Iglesia Católica: el perseguir curas y quemar conventos les había creado mala propaganda en el mundo, y algunos periódicos afirmaban que los auténticamente fascistas eran los republicanos que quemaban iglesias y convertían los edificios religiosos en cuarteles y cárceles. En cambio, las declaraciones episcopales de adhesión católica al bando rebelde y sus aliados los fascistas, provocaban sentimientos de simpatía hacia la República.

Desde la publicación de la carta Colectiva, los católicos consideraron a El Vaticano como el mediador en el conflicto vasco, en el momento en el que el País Vasco estaba siendo sometido militarmente por Franco, y Franco tenía que tomar decisiones sobre los dirigentes nacionalistas, curas y nacionalistas, que habían luchado contra él. El Papa consideraba que los curas vascos habían cometido un delito por haber colaborado con un Gobierno de comunistas. Pero el Papa se contradecía porque él nunca había condenado a ese Gobierno de comunistas desde septiembre de 1936. La situación de El Vaticano ante Franco era muy comprometida, y Pacelli usó como mediadores al padre Julián Pereda (jesuita de Deusto), a Ángel Herrera Oria, a Casimiro Morcillo González, y a otros. Pero el bombardeo de Guernica de 26 de abril de 1937, había roto las posibilidades de diálogo entre el PNV y Franco. Entonces, El Vaticano envió a Lourdes al cardenal Pizzardo, el cual debía entrevistarse con Gomá. Y entonces supo que Franco no quería acuerdos con el PNV, sino la rendición incondicional del País Vasco, y la renuncia al independentismo.

En julio de 1937, fue enviado a España Monseñor Ildebrando Antoniutti, como Legado Apostólico. Venía de Albania y traía el encargo de establecer relaciones entre la Iglesia y Franco. Los falangistas se opusieron, pero Antoniutti logró abrir un canal de comunicaciones.

El catolicismo mundial reaccionó a favor de Franco en el dilema de la Guerra de España. Pero algunos católicos juzgaron en términos críticos a la Iglesia española, porque juzgaban que el catolicismo no debiera haber implicado en ninguno de los dos bandos. Si había habido incendios y asesinatos de curas, había que soportarlo, pero ello no justificaba entrar en la guerra en un bando determinado. Poco a poco, las campañas de los obispos españoles y de El Vaticano, fueron arrastrando opiniones católicas al lado del franquismo. Pero todavía en 1937 había polémica, pues mientras los católicos estadounidenses estaban del lado de la República Española y de la legalidad, los católicos italianos estaban del lado de Franco y de sus colegas fascistas.

Los intelectuales católicos decían que había que diferencias entre catolicismo y franquismo.

En Francia, la causa de Franco tuvo muy poco apoyo, excepto en la derecha y ultraderecha francesas. Bernanos era monárquico antidemócrata, pero se opuso a la represión franquista. Claudel era antirrepublicano pero se hizo franquista al conocer la represión republicana española. Charles Maurras, de extrema derecha, apoyaba a Franco. Maritain decía que ninguno de los bandos españoles era aceptable moralmente. Lo único que cabía hacer era negociar la paz. Para ello, había que hacer una propaganda concreta que facilitase el acercamiento entre los bandos, o al menos evitase los bombardeos de poblaciones de civiles indefensos. Promovió un Comité por la Paz Civil, en el que colaboró con liberales como Madariaga. Se identificaba con los derechos de los vascos, pero negaba que la Guerra de España fuera una guerra religiosa, como pretendían los franquistas y los vascos. Maritain prologó un libro de Alfredo Mendizábal, titulado Humanismo Integral, donde dijo que la Guerra de España no era una guerra santa, sino una guerra de exterminio, cuya única solución eran las negociaciones.

Al mismo tiempo que Maritain, los obispos españoles estaban redactando su Carta Colectiva, diciendo lo contrario, y considerando a Maritain un traidor al catolicismo.

En Italia, ningún obispo italiano defendía la legalidad del Gobierno de la República de España. Schuster, cardenal de Milán, se pronunció abiertamente por Franco. Los italianos partidarios del Gobierno de España eran los partidos de izquierdas, que en tiempos de Mussolini eran muy pocos militantes. Y los universitarios hablaban con inocencia de la posibilidad de una mediación católica a fin de que terminase la guerra, lo cual era no entender nada de lo que estaba pasando en España. La mayoría de los universitarios simpatizaba con Franco.

El discrepante de la mayoría de los italianos simpatizantes de Franco era Luigi Sturzo. Sturzo decía que la sublevación había sido inmoral y que la guerra española era una barbarie cometida contra los derechos humanos. A pesar de eso, hablaba de que la mediación podía acabar con la guerra, lo cual no tiene sentido para nosotros, cuando sabemos que se trataba de las revoluciones anarquista, comunista, socialista de clase, vasquista, catalanista, falangista, liberal republicana, católica, entre las cuales no había modo de negociar nada a gusto de todos. Y lo más sorprendente fue que Sturzo dijera que la Guerra de España anunciaba una época de totalitarismo, pues nos sorprende que un italiano no hubiera captado que el comunismo de 1917, el fascismo de 1922, y el nazismo de 1933 adelantaban el totalitarismo desde mucho antes. Sturzo reconocía que la legalidad estaba de parte del Gobierno de la República Española, pero también observaba que la barbarie había empezado entre las filas de esa misma República, y ello le confundía.

En Estados Unidos, los católicos simpatizaban con la legalidad, es decir con el Gobierno español, pero sus jerarquías simpatizaban con los rebeldes españoles. Joseph Kennedy identificaba el Gobierno de España con la democracia, y defendía el embargo de armas para que no se extendiese la guerra, lo cual era inocente cuando las armas estaban llegando de todos modos, a pesar del embargo. Muchos intelectuales estadounidenses se pronunciaban a favor de Franco. La revista católica The Commonweal apoyó al principio a franco, y más tarde se pasó a la neutralidad, al comprobar que era poco lo que sabía de España. The Catholic Wolker apoyó la neutralidad, con buen sentido.

Gran Bretaña simpatizaba en 1931 con el Gobierno de la República Española. Pero la persecución religiosa de los primeros meses de la guerra le hizo rectificar, y pasaron a simpatizar con los rebeldes. The Tablet apoyó abiertamente a Franco. Blackfriars, revista de los dominicos, apoyó la neutralidad. El problema que veían los británicos era el partido único de Franco, y aunque odiaban el Gobierno extraño de la República Española, no podían apoyar un sistema de partido único que se parecía al fascismo.

En España, Ángel Ossorio y Gallardo, del Partido Social Popular, hombre próximo a las ideas de Azaña, embajador de la República de España en Bélgica y en Francia en los años 1936-1939, se mostró contrario a la sublevación y decía que el Frente Popular luchaba por los valores del espíritu y de la civilización cristiana, aunque muchos de sus componentes no fueran cristianos, y esos valores eran la emancipación de los trabajadores, la autodeterminación de los pueblos, y las libertades. Por eso, minusvaloró la importancia de los asesinatos de curas. No consideró útil ninguna mediación, como proponían los franceses y los italianos.

José Bergamín estuvo en todo momento con el Gobierno de la República de España y hasta llegó a justificar el papel de los comunistas e incluso la persecución religiosa, dados los antecedentes de abuso de poder y acaparamiento de bienes que se había producido.

José María Semprun Gurrea, 1893-1966, catedrático de Filosofía del Derecho en la complutense de Madrid, era embajador en La Haya, y católico crítico, de la línea de la revista “Esprit” de Emmanuel Mounier.

Leocadio Lobo, 1887-1959, sacerdote madrileño de pensamiento republicano, se mostró contrario a la postura de la jerarquía e apoyo a los rebeldes.

José Manuel Galegos Racafull, 1895-1963, gaditano, formado en Sevilla, Madrid y en la Universidad Pontificia de Toledo, se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid y fue miembro de Acción Católica. Salió a Bélgica y a Francia a explicar que los asesinatos de sacerdotes no habían sido obra del Gobierno de España, sino que debían a la furia popular incontrolada. Fue suspendido a divinis en 1937 por su obispo, y se marchó a México en 1938.

José Antonio Aguirre, defendía que la Guerra de España era un conflicto de clases, y no una lucha de religión, y afirmaba que simpatizar con la causa republicana no era lo mismo que simpatizar con el comunismo, como parecía que querían dar a entender la Iglesia y Franco. El comunismo era muy minoritario en España, y decir que la guerra era entre catolicismo y comunismo, era una simplificación interesada.

El canónigo Maximiliano Arboleya, conocido por su actuación entre los obreros y sus intentos de sindicalismos católicos, en 1936 huyó de Oviedo hacia el País Vasco, porque temía por su vida, pero siguió defendiendo sus ideas de la necesidad de una revisión de la doctrina social del catolicismo. Rechazó que la dictadura franquista fuera apoyada por el obispado español, y rechazó el “nacionalcatolicismo” que se impuso después.

Carlos Cardó, vivió en el exilio, desde donde hizo un análisis de la realidad con sentido histórico: en los treinta años anteriores a 1931, la religión había soportado de forma tolerante los cambios que se le imponían, pero la política agresiva de las izquierdas a partir de 1931, y las respuestas intolerantes de las derechas, habían desembocado en la violencia. Y el gran culpable en definitiva de la explosión final violenta había sido CEDA, una agrupación política que en teoría era católica, pero que en la práctica se convirtió en una asociación de propietarios que había dejado de lado a las clases explotadas, lo cual acabó en un estallido de estas clases hambrientas y desposeídas.

Mateo Múgica, obispo de Vitoria (diócesis de todo el País vasco), y el cardenal Vidal i Barraquer, admitían que había habido fallos en la política social de la Iglesia. Y no admitieron la política de defender que la Iglesia no se había equivocado nunca. Las críticas de Múgica y Vidal i Barraquer, no gustaron a nadie, ni a la Iglesia, ni al franquismo, ni al Gobierno de la República Española, y sus ideas fueron ocultadas, no sólo en su tiempo, sino en las décadas posteriores. Mateo Múgica no era nacionalista, pero estaba relacionado con el PNV. En 1923, se le acusó injustamente de nacionalista, y él explicó que era amigo de una familia nacionalista, pero que ahí se acababan sus compromisos con el PNV. Evolucionaría al nacionalismo mucho más tarde. Fue obispo de Pamplona, y creó una cátedra de vascuence en el Seminario de Pamplona, porque así lo decía Roma, que había que hablar en las lenguas vernáculas al pueblo. Múgica era riguroso y exigía a sus  sacerdotes comportamientos morales, pero se equivocó al identificar al Gobierno de 1931 como la antirreligión, lo cual le llevó al exilio por haber expresado opiniones contrarias al Gobierno en público. En el exilio, fue acercándose a posiciones del PNV, y nunca comprendió cómo pudo suceder que el PNV se asociase con el PCE por salvar la autonomía política. En 1936, se mostró favorable a los sublevados. En octubre de 1936, fue expulsado de España, pero no por ser nacionalista, sino por ser complaciente con los nacionalistas, ya que el Seminario de Vitoria parecía una escuela o ikastola del PNV. Múgica se había radicalizado y dijo al Papa que, en Vitoria, la Iglesia estaba siendo sojuzgada por los militares rebeldes. El resultado fue que el Seminario de Vitoria fue cerrado y el edificio fue convertido en hospital. Múgica fue sustituido en su sede episcopal por el Administrador Apostólico Lauzurica un franquista declarado.

Francésc Vidal i Barraquer, 1868-1943, era un nacionalista catalán, y la mayor parte de los sacerdotes catalanes lo eran. Vidal i Barraquer era de familia burguesa, y había estudiado Derecho, antes de ordenarse sacerdote en 1899, a los 31 años de edad. Fue canónigo en 1907, arcipreste en 1910, vicario capitular de Tarragona en 1911, senador en 1913, administrador de Solsona y obispo de Pastacomia en 1914, arzobispo de Tarragona en 1919, cardenal en 1921. Se hizo catalanista en la Universidad y ultracatalanista en 1923-1931, durante la Dictadura de Miguel Primo de Rivera. Al igual que en el País Vasco, e incluso antes que los vascos, que copiaron el fenómeno catalán, los curas catalanes del siglo XIX decidieron revivir el idioma catalán, casi desaparecido, excepto en zonas rurales, y revivir las costumbres, música, literatura, cuentos… populares. De hecho, ellos fueron los creadores del los nacionalismos catalán, vasco, gallego y otros. Vidal i Barraquer, un intelectual, distinguía entre religión y nacionalismo, cosa que en el caso de otros muchos sacerdotes no pasaba. Pero cultivaba ambas cosas, como si la lucha contra el Estado central, que se estaba haciendo liberal, y por tanto contrario a los privilegios de la Iglesia, fuera rendir ventajas para la Iglesia nacional catalana. Vidal i Barraquer pensaba que catolicismo y nacionalismo eran compatibles, y no se paraba en el daño que supone la destrucción de un Estado, por conveniencias particulares de la Iglesia. Vidal i Barraquer, frente a la mayoría de obispos españoles que eran dogmáticos, era dialogante. En su ingenuidad, pensó en 1936, que la destrucción del Estado español no traería nada malo, sobre todo para la Iglesia, y a los pocos días tras la rebelión militar, fue espectador horrorizado de que los anarquistas quemaban los templos, mataban a los curas, quemaban colegios de religiosos, y que corría peligro su vida en Cataluña. Huyó al monasterio de Poblet, pero fue descubierto por los falangistas, que también podían matarle por haber difundido el nacionalismo y la destrucción del Estado español. El Gobierno de la Generalitat lo envió a Italia, para salvarle la vida. Entonces, se marchó a la cartuja de Lucca, un mejor escondite. Cuando salió la Carta Colectiva del Episcopado Español, en julio de 1937, se opuso a su publicación porque estaba redactada como un medio de propaganda católica y no como una llamada a la pacificación, de modo que le parecía inspirada por Franco, y podía conllevar perjuicios para los católicos de la zona gubernamental. No firmó la Carta Colectiva. Apostaba por el diálogo, y no por la postura de defensa de una de las partes en guerra. Las ejecuciones, hechas por unos o por otros, eran igual de rechazables. Esta última idea no gustó en ninguno de los dos bandos. Franco no quería en España a un obispo nacionalista y separatista, y Vidal i Barraquer se marchó a Suiza.

Franco acusaba a Vidal i Barraquer de ser un nacionalista catalán, incompatible con la idea de España, y acusaba a El Vaticano de hablar de mediación en la guerra, cuando el mismo Vaticano decía que imposible el diálogo con el comunismo.


[1] Es imprescindible leer el artículo de Juan María Laboa, “La reacción católica mundial”. “La Iglesia durante la Guerra”. Historia 16, nº 13, 1986.

[2] Para más información sobre el papel de la Iglesia en la Guerra de España, ver: Fernández García, Antonio, La Iglesia Española y la Guerra Civil, Universidad Complutense de Madrid, publicada en Gredos Principal, Usal.es.

Post by Emilio Encinas

Emilio Encinas se licenció en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca en 1972. Impartió clases en el IT Santo Domingo de El Ejido de Dalías el curso 1972-1973. Obtuvo la categoría de Profesor Agregado de Enseñanza Media en 1976. fue destinado al Instituto Marqués de Santillana de Torrelavega en 1976-1979, y pasó al Instituto Santa Clara de Santander 1979-1992. Accedió a la condición de Catedrático de Geografía e Historia en 1992 y ejerció como tal en el Instituto Santa Clara hasta 2009. Fue Jefe de Departamento del Seminario de Geografía, Historia y Arte en 1998-2009.

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