Una nueva economía: Galbrait y Keynes.

ideas clave: Galbrait, Keynes,

     En 1932, el economista canadiense John Kennet Galbrait, 1908-2006, formado en Berkeley, nos descubrió el concepto de “marginalidad”, de modo que la economía siempre puede producir cantidades distintas a un nivel distinto de precios. Por ejemplo, hay tierras que no se cultivan porque sus rendimientos no compensan, pero en caso de subir los precios, quizás fuera rentable cultivar algunas, y a un precio superior se cultivarían muchas más. Esas tierras marginales no es que sean improductivas en sí, sino que son improductivas a un nivel de precios determinado. Incluso el desierto es cultivable a un nivel de precios determinado. E igualmente pasa con diversos productos industriales.

     Por otra parte, Galbrait se opuso a los dogmatismos o contraposiciones dogmáticas entre si la economía debía ser estatal o privada. Cualquier inversión conveniente al interés general, venga de donde venga, debe ser bien recibida, y no hacer dogmatismos antiestatalistas, ni dogmatismos comunistas. Las leyes no deben ser rígidas, sino tratar de conseguir la máxima inversión que supondrá el máximo de producción y de puestos de trabajo. La realidad económica depende de cada medio, de cada cantidad de habitantes y mercado, de cada modelo político, y el modelo seguido en una comunidad económica, no tiene por qué ser válido para otra, porque todas las realidades humanas son distintas. Cada realidad tiene un nivel cultural, religioso, moral y político, y no todo es matemática pura. La competencia perfecta no existe, y sólo es un modelo matemático deseable para poder hacer modelos de desarrollo.

     Incluso el déficit puede ser asumido en determinadas condiciones de producción. Cuando hay crisis, el déficit se hace indispensable, aunque ello suponga un grado de inflación, que empobrece al conjunto de la población y unas subidas de precios que hacen más difícil la vida de los más pobres. El Gobierno de los socialistas, asumiendo déficits excesivos es una contradicción con sus propios principios, pues empobrecen a los más pobres. No obstante, aunque se puede asumir cierto grado de déficit, el Estado debe preocuparse por reducir los desequilibrios que han llevado a la necesidad de gobernar en déficit, a fin de obtener la estabilidad en los precios, incluso interviniendo sobre los precios en determinadas circunstancias, pues la estabilidad crea confianza empresarial, inversiones y puestos de trabajo. Pero esas acciones no pueden prolongarse en el tiempo, pues la contención artificial de los precios acabaría con la inversión, y generaría pobreza, paro obrero.

     En economía, el soberano debe ser siempre el consumidor, la pieza angular del sistema económico. Las empresas lo saben, y tratan de ganarse la voluntad de los consumidores a través de la publicidad y el marketing. Estos sectores, son nuevos campos a intervenir por el Estado, de modo que no sean engañosos, ni dañinos al derecho a la información veraz que tiene el consumidor.

     Una vez descubierto un filón de consumo, la empresa tiende a vender el máximo, sin importar otra cosa que maximizar ganancias. Ello crea “burbujas económicas”, producción muy por encima de la capacidad de absorción de la demanda. Las burbujas son inevitables, pero el Estado debe estar vigilante para corregirlas en cuanto se observan los signos de sobresaturación del mercado. De otro modo, se perjudica a la economía, invalidando capacidades de inversión, y paralizando el dinero. Además, la burbuja produce variaciones convulsivas de precios que desaniman a las nuevas inversiones, y al progreso general.

     John Maynard Keynes (1883-1946) escribe su «Teoría General sobre el Empleo, el Interés y el Dinero» en 1936.

     En el tema del capitalismo, está de acuerdo con Marx en que éste no busca el pleno empleo ni el salario justo, sino solamente las máximas ganancias para la empresa. Al gerente de la empresa se le juzga, paga y mantiene en el puesto de trabajo por la balanza de resultados. Cualquier socialista o comunista, igual que otra persona de otra ideología, que tenga unos beneficios en un negocio, expulsará al gestor si no obtiene ganancias, y no le valdrán razones de si ha acogido a pobres, o ha atendido problemas sociales dignos de compasión. El capitalismo no es capaz de regular la oferta y confía en que se regule por sí misma, y como de la oferta dependen el nivel de producción y el nivel de empleo, el tema es polémico. Peor es que un político ignorante se ponga a regular la oferta sin saber las dimensiones de sus decisiones.

     En el tema de la catástrofe capitalista, Keynes cree que Marx tiene razón a largo plazo, pero que se equivoca al predecir la proximidad de la misma. Los males del capitalismo sí tienen soluciones y sí es posible aplicar esas soluciones. Las soluciones son introducir nuevos productos en el mercado cuando llega una crisis, inventar nuevos métodos de producción, encontrar mercados, conseguir nuevos recursos productivos y cambiar las relaciones de productores y consumidores según convenga a cada momento. Es posible aplicar las soluciones porque siempre hay espacios internos vacíos dentro de la red comercial de cada producto y porque siempre es posible un «proceso de destrucción creadora» o utilización de una tecnología nueva para sustituir a un producto muy vendido por otro renovado.

     Keynes niega la ley de Say de que la producción crea siempre su propia demanda y es equivalente a ella. Cree que siempre hay más factores productivos de los que se necesitan en una sociedad y siempre se podría producir más de lo que en un determinado momento se está produciendo. En su aspecto formal y lógico y tomada globalmente, la ley de Say es verdad, pues todo lo que se fabrica se llega a consumir. Pero, en la realidad, no es cierta. Si lo fuera, dado que la capacidad productiva es siempre superior a la producción real, las leyes de la elasticidad de la oferta y la demanda no se cumplirían y los costes marginales no subirían ni bajarían por variaciones de la demanda.

     Keynes niega la ley de la libertad afirmando que la libertad lleva a la crisis y que, sin la ayuda del Estado, los capitalistas no serían capaces de salir de sus crisis sino provocando la catástrofe final.

     Keynes critica a los economistas conservadores, por no saber explicar las crisis y el paro y por achacarlas a problemas monetarios, demográficos, de desarrollo, de salarios, de errores de cálculo o de empecinamiento de los obreros en no aceptar lo que se les dice. Las explicaciones hay que buscarlas en la macroeconomía, o ciencia de las grandes magnitudes económicas.

     Según Keynes, siempre hay mano de obra dispuesta a trabajar por cualquier salario, por bajo que sea, y en cualquier circunstancia. El obrero nunca lucha por salarios más altos sino por igualdad de salarios entre todas las personas que él conoce. Las motivaciones de las reivindicaciones sociales son sentimentales y no deben mezclarse en la ciencia económica.

     La economía necesita tener en cuenta las operaciones individuales y familiares diarias que son el supuesto básico de las teorías de Marshall, pero también necesita unos planteamientos globales o macroeconómicos. El economista no debe permanecer inactivo contemplando cómo la economía sufre desequilibrios, sino que debe hacer útil su saber tratando de remediar esos desequilibrios. Nada se puede hacer sobre las actuaciones individuales que pertenecen a la iniciativa de cada persona, pero sí se puede actuar sobre las grandes magnitudes macroeconómicas.

     Las cantidades macroeconómicas fundamentales son la Demanda Final Global o renta total de un país, y la Oferta Final Global o producción total de un país. Estas dos cantidades deberían ser iguales por la ley de Say, ley que sí se cumpliría para cantidades macroeconómicas.

     La oferta y la demanda, tratadas de forma superficial hasta ese momento, son magnitudes complejas, y se deben descomponer para que sean capaces de reflejar la realidad del mercado. La oferta puede ser de productos de inversión, que no interesan al público en general, y de productos de consumo, que son los tradicionalmente considerados como oferta por los economistas clásicos. Y la demanda, se puede traducir bien en compra de artículos, o bien en ahorro, y dejación de la opción de consumo para el futuro.

     La Demanda Final Global puede descomponerse en dos cantidades complementarias: Demanda de Bienes de Consumo (Demanda BCo) más Ahorro (Ah)[1].

La Oferta Final Global puede también descomponerse en dos cantidades complementarias: Bienes y Servicios producidos para el consumo (Producción BSpCo) más Bienes y Servicios producidos para la inversión (Producción BSpIn).

     Si, en el caso de los dos primeros factores, decíamos que eran iguales, también debemos admitir como iguales los cuatro segundos factores tomados en su orden, es decir, que la demanda de bienes de consumo sumada al ahorro de un país, ha de ser igual a los bienes y servicios producidos en ese país para el consumo más los bienes y servicios producidos para la inversión:

  (Demanda BCo)+(Ah) = (Producción BSpCo)+(Producción BSpIn)

     En la contemplación de esta ecuación, lo primero que se nos ocurre es que la producción de Bienes y Servicios para el Consumo debe ser igual a la Demanda de Bienes de Consumo. La discusión de este problema es clave para entender la economía macroeconómica:

     Es claro que si aumenta el ahorro, será a costa de una disminución de la (Demanda BCo) y si disminuye será por un aumento de la (Demanda BCo). Igualmente es claro que si aumenta la (Producción BSpIn) es porque disminuye la (Producción BSpCo).

     De ello deducimos que lo esencial para mantener el equilibrio entre (Producción BSCo) y (Demanda BCo) es intentar que los otros dos factores de la ecuación sean equilibrados, ésto es, que el Ahorro se mantenga en niveles equivalentes a lo que un país está produciendo para Bienes y Servicios de Inversión. La ventaja de esta consideración es que, sobre estos dos últimos factores, sí es posible actuar.

     La economía clásica y la de Marshall decían que, al haber más ahorro, bajarían los intereses pagados por el dinero y el ahorro tendería a disminuir de forma natural, restableciéndose espontáneamente el equilibrio económico. Keynes cree que el nivel de ahorro de una sociedad no depende de los intereses que paguen los bancos, sino del nivel de vida o de rentas de un país. Los países pobres no pueden ahorrar mucho porque no pueden prescindir de necesidades básicas, y los países ricos tienden a ahorrar demasiado porque no tienen tantas oportunidades de inversión como sería oportuno para equilibrar la ecuación.

      Otro punto muy importante, dentro de cada país, es la consideración de los distintos sectores poblacionales, porque los pobres de ese país podrán ahorrar muy poco, mientras los ricos tendrán progresivamente una mayor propensión marginal al ahorro cuanto más ricos sean. Eso implica que, para que sea posible tomar medidas efectivas sobre el ahorro, una sociedad debe ser lo más justa posible o tener las menores diferencias posibles entre niveles de renta de las distintas clases sociales. De otro modo, cualquier medida para variar el nivel de ahorro  será inadecuada, provocando graves desequilibrios sociales primero y efectos inesperados en el ahorro a continuación.

     Las tareas de influencia sobre el ahorro global del país, sólo las pueden realizar los Gobiernos y no los particulares, pues implican actuaciones sobre la globalidad de los ciudadanos y no sobre un sector determinado al margen de los demás.

     Considerando que hubiéramos resuelto el problema del ahorro, todavía no habríamos equilibrado la ecuación macroeconómica. Nos faltaría conseguir que el ahorro se convirtiera en inversión en las proporciones adecuadas, cosa que la economía clásica pensó que era automático, pero que Marx y otros economistas demostraron que no era así y que nada obliga a los poseedores de dinero a invertirlo en beneficio de toda la sociedad. La inversión depende de un voluntarismo y de una capacidad de iniciativa empresarial.

     Los empresarios actúan sopesando riesgos: si los riesgos de la empresa son muchos y los intereses que la banca paga por el dinero son altos, es preferible, antes que invertir, depositar el dinero en los bancos. El encargado de crear expectativas para los empresarios debe ser el Estado. El Estado puede hacerlo mediante una legislación adecuada, que dé seguridades a los empresarios, y origine una tranquilidad social que asegure como atractivas unas rentas no tan altas como las que habría que exigir en condiciones de riesgos empresariales y sociales múltiples.

     O sea, que si lo más importante en el ahorro, es el problema de distribución social de la renta, y lo más importante en la inversión son las espectativas empresariales, estamos negando, una y otra vez, que lo primordial sean los intereses a que se paga el dinero, aunque éstos no dejen de tener su importancia relativa.

     En los países desarrollados, el ahorro tiende siempre a superar a la inversión, lo cual crea problemas de superproducción o producción por encima de lo que se consume. El equilibrio macroeconómico se restablece mediante el incremento del paro obrero. El parado deja de producir un poco, por eso se le ha despedido, y no tiene posibilidades de ahorrar por lo que nunca empeorará los desequilibrios macroeconómicos. No obstante, y pese al sacrificio de los parados, si los ricos siguen ahorrando por encima de lo necesario, o no invirtiendo todo lo necesario, se producirán nuevos parados indefinidamente hasta la crisis del sistema.

     Para combatir los problemas de exceso o escasez de ahorro, el Estado debe luchar por redistribuir las rentas en el sentido de sacarlas en lo posible de manos de los ricos y ponerlas en manos de los menos afortunados. Esa redistribución de riquezas se puede hacer de forma drástica, revolucionaria y violenta, como cuando se pedía la redistribución de la propiedad agraria en varios países en el siglo XIX y principios del XX, o se puede hacer de forma más suave, con políticas fiscales progresivas que cobren más impuestos a quien más tiene, y con control sobre los salarios para que no se disparen las diferencias por encima de unos límites deseables. El problema de estas políticas fiscales y de asignación de salarios es que pueden hacer muy poco respecto a rebajar la tasa de renta de los más ricos y pueden acarrear muchos males sociales entregando rentas a sectores marginales a la sociedad, rentas que sólo sirvan para cultivar el vicio, la falta de laboriosidad, lo que fue denominado por Marx como lumpen, y no sirvan para incrementar el nivel de ahorro y de compra de los trabajadores. En caso de cultivo del lumpen, le estaríamos dando la razón a los monetaristas que dicen que la intervención del Estado es negativa por sistema.

     Para combatir los problemas de la inversión, el Estado puede iniciar por sí mismo inversiones que, es de prever, los particulares nunca afrontan, pero que son muy necesarias para la rentabilidad de las empresas, tales como las obras públicas. El problema de una política de inversiones estatales es si los dineros de la inversión van a parar a los sectores más ricos de la sociedad para incrementar el problema del ahorro de ese sector poblacional, desequilibrando por un lado lo que se pretende equilibrar por el otro.

     Un tercer papel del Estado podría ser la posibilidad de disminuir la oferta interna promoviendo una canalización de productos hacia la exportación. Como suele suceder que los problemas económicos son universales, todos los Estados quieren exportar y sólo aceptan importaciones a cambio de exportaciones, pudiendo las importaciones traer problemas de superproducción para esos determinados productos importados. Si ello es o no conveniente, es una decisión política, tras sopesar si el beneficio de exportar es mayor que el perjuicio de importar o viceversa.

     Después de Keynes.

     Problemas de la economía keynesiana es qué ocurre al finalizar una determinada actuación del Estado. Si la inversión principal de un país la lleva el Estado, al desaparecer la inversión estatal, todas las empresas dependientes, creadas a la sombra de esa inversión, fallarán y despedirán obreros.

     Otro problema es cómo se financia la actuación del Estado, pues parece obvio que se ha de hacer con déficit público, deficit que deber acarrear consigo unas subidas progresivas de impuestos, capaces de pagar ese déficit en el futuro. Los impuestos pueden hacer perder expectativas empresariales y ahogar el consumo de las clases menos favorecidas. Peor será no acometer las necesarias subidas de impuestos, por ejemplo por motivos electoralistas, pues se provocará un déficit financiero que llevará al abandono de tareas básicas del Estado, a una pérdida de la confianza social y a una crisis económica general.

     Es decir, la inversión estatal tiene un límite, ha de guardar unas proporciones moderadas, so pena de que el Estado no pueda abandonar nunca su actuación económica y acabe destruyéndo lo que trató de apoyar. Las posibilidades de actuar gracias al déficit público tienen también un límite, no siendo que los impuestos del futuro suban, a niveles que provoquen la crisis económica.

     Los economistas actuales se dividen en tres grupos:

     Los más tradicionales, partidarios de la libertad económica, seguidores de Smith y de Marshall, capitaneados por Milton Friedman y llamados monetaristas por la obra de Friedman titulada «A Monetary History of the United Estates».

     Los keynesianos que aceptan, en cierta medida, a Marx, en el sentido de aceptar algunas dimensiones sociales de la economía, y que aceptan a Marshall en sus teorías de mercado. Son llamados macroeconómicos.

     Los marxistas o partidarios de que el Estado asuma todas las funciones de la inversión y las decisiones sobre qué parte de los bienes producidos se han de dedicar a inversión y qué parte al consumo.


[1] En realidad hemos simplificado para una más fácil comprensión, y estamos hablando de la demanda interna, pero existe también la demanda agregada, que es la suma de la demanda interna más las exportaciones, unas cantidades variables que dependen en cada momento, además de la calidad y precio, de la confianza de los inversores y de la confianza de los consumidores. Esta confianza se genera en un ambiente de estabilidad de precios, y por ello, un Gobierno no puede generar dinero a su gusto y voluntad, es decir, no puede hacer gastos no compensables en ingresos, ni tomar créditos por encima de unos límites precisos, porque poner más efectivo en el mercado, supone inflación y desplome de la confianza.

Post by Emilio Encinas

Emilio Encinas se licenció en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca en 1972. Impartió clases en el IT Santo Domingo de El Ejido de Dalías el curso 1972-1973. Obtuvo la categoría de Profesor Agregado de Enseñanza Media en 1976. fue destinado al Instituto Marqués de Santillana de Torrelavega en 1976-1979, y pasó al Instituto Santa Clara de Santander 1979-1992. Accedió a la condición de Catedrático de Geografía e Historia en 1992 y ejerció como tal en el Instituto Santa Clara hasta 2009. Fue Jefe de Departamento del Seminario de Geografía, Historia y Arte en 1998-2009.

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