La Constitución republicana de 1931.

Conceptos clave: Iglesia católica y Constitución en 1931, la discusión constitucional de 1931, análisis de la Constitución de 1931,  problemas de la Constitución de 1931.

     El 6 de julio de 1931, se publicó el Anteproyecto de Constitución para la República. En él había trabajado Ángel Ossorio y Gallardo como Presidente de la Comisión Jurídica Asesora del Gobierno Provisional. Ángel Ossorio era católico liberal.

         Iglesia católica y Constitución de 1931.

El texto de la Constitución no era integrista católico como era costumbre en España, tiempos en los que se había adoptado a la Iglesia católica como educadora exclusiva de la juventud, fuente de justicia, fuente única de la moral, dotada de capacidad para castigar a ciudadanos y para censurar su pensamiento, dotada del privilegio de colocar a sus miembros fuera de la justicia ordinaria. Ni siquiera era un Estado confesional. No se proclamaba el catolicismo como religión de Estado. La Iglesia era reconocida como una corporación de derecho público (artículo 8); se garantizaba la libertad de conciencia y de religión, y el libre ejercicio privado y público de la religión (artículo 12).

     Los integristas católicos vieron el Anteproyecto como un ataque a la Iglesia. Y el Nuncio exhortó a los obispos a hacer una campaña de prensa a favor de la Iglesia. Los obispos pidieron hacer otra pastoral colectiva contra el Anteproyecto de Constitución, y una vez más, esa pastoral la redactó Pedro Segura. Se presentó la pastoral como firmada por todos los obispos, pero ello era falso porque los obispos no habían conocido el texto hasta que no fue publicado. La pastoral iba firmada en 25 de julio, y se publicó en agosto, que fue cuando algunos obispos la leyeron.

     Y el 14 de agosto de 1931, el Boletín de la Diócesis de Toledo, sacó un artículo comentando la pastoral. Segura tomaba todo el protagonismo. No había consultado a los obispos para redactarla, pero sí había consultado a Roma.

     Apareció una discrepancia interna en la Iglesia. El arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, viajó a Roma del 15 al 21 de julio, y había presentado un documento distinto al de Pedro Segura. Cada arzobispo enviaba a las Cortes españolas un contencioso distinto sobre los agravios que opinaban que el Estado ejercía sobre la Iglesia. Los arzobispos españoles, cuando conocieron ambos documentos, creyeron que no tenía importancia el que fueran distintos. Pero el cardenal de Sevilla, Eustaquio Illundáin, llamó a los obispos de Andalucía y Canarias, y al arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui, y enviaron una nueva protesta a las Cortes.

     El escrito de Vidal i Barraquer fue firmado por siete obispos catalanes. Estaba redactado por el jesuita Narciso Noguer, un periodista de Razón y Fe, e iba dirigido a Julián Besteiro como Presidente de las Cortes. Reconocía que las Cortes eran el poder soberano, lo cual era estar mucho más cerca de las teorías políticas liberales que el grupo de Pedro Segura, más integrista.

              La discusión constitucional.

     El 11 de septiembre de 1931 empezó la discusión en Cortes del Proyecto Constitucional, discusión que duró hasta el 1 de diciembre.

     Había muchas discordias entre todos los Diputados, también entre los Ministros, y algunos amenazaron con dimitir cuando estaban en el Artículo Preliminar. En este Artículo Preliminar, alcanzaron el consenso a altas horas de la mañana: “España es una República Democrática de Trabajadores”. Por este artículo, se aceptaba el “socialismo de clase”, o derecho de los trabajadores a detentar el poder y la soberanía sobre los españoles. Se aceptaba una interpretación de marxismo, válida para socialistas de clase, comunistas, e incluso anarquistas. En una interpretación liberal, la realidad se produce en la confluencia dialéctica de la iniciativa empresarial (incluyendo la disponibilidad de capital), la fuerza del trabajo, y las posibilidades que ofrece el Estado a través de sus instituciones que protegen el territorio, los ciudadanos, las relaciones entre instituciones y ciudadanos, los medios de intercambio de bienes y servicios, los bienes de consumo…

     El poder había sido una apropiación de la burguesía, desde el siglo XVIII, o desde la misma aparición de la clase social burguesa, y los abusos de esta clase social eran palmarios. La reacción primaria, era expulsar a la burguesía y entregar el poder a la clase de los trabajadores. En 1931, el Estado pasaba a ser administrado por los trabajadores, en un giro radical de la política. Ello cumplía las expectativas del socialismo de clase y del comunismo, pero no beneficiaba a los españoles. Los tres factores de producción, iniciativa empresarial, fuerza de trabajo e instituciones del Estado, deben ser preservados con honestidad e independencia. La honestidad de los empresarios, trabajadores y funcionarios, debe ser vigilada por las instituciones correspondientes, y exigida fehacientemente. La independencia de todos ellos se debe asegurar frente a actuaciones de personas, partidos políticos, sindicatos, instituciones religiosas, militares o de cualquier otro tipo, de forma que todos sirvan al interés general, y no a cualquiera de los múltiples intereses sociales particulares. La Constitución de 1931, se inclinaba a favor de los trabajadores, y ya estaba marcada por ello de una forma sesgada e incompatible con otras muchas ideologías.

     En el artículo primero, el Estado se definió como unitario, centralista, «integral, compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones». El ideal federal quedaba abandonada, y los catalanes quedaban derrotados. Las autonomías se aprobarían cuando un Estatuto fuera aprobado por la mayoría de los Ayuntamientos o por las dos terceras partes del censo de la región. La soberanía quedaba reservada a las Cortes de España. El Estatuto Catalán o de Nuria fue rechazado, pero se le concedió a Cataluña un Estatuto de Autonomía en abril-septiembre de 1932. Ello significaba el rechazo de la soberanía catalana, y la afirmación de la soberanía española, sin perjuicio de que se pudieran conceder Autonomías. Se estaba rectificando el error de abril de 1931.

     El 15 de septiembre de 1931, se llegó a lo que todos sabían que era el principal escollo, las relaciones con la Iglesia católica. La Comisión del Proyecto Constitucional acordó, a propuesta del Gobierno, pedir a las Cortes el traslado de la discusión del artículo 3, hasta que llegase el turno del artículo 24 (que a la postre fue el 26). El aplazamiento fue aprobado, para tratar juntos los problemas de la Iglesia. Eso servía para ganar unos días en la negociación entre el Gobierno y la Comisión de católicos. Alcalá–Zamora pidió a Vidal i Barraquer que fuera a verle el 29 de septiembre. Y en esa fecha le habló de la extrema urgencia de la revocación del Cardenal Segura, como condición previa para tranquilizar a las Cortes. Esa noche, varias personalidades eclesiásticas telegrafiaron a Roma para que el Papa depusiese a Segura. Pedro Segura estaba en la abadía trapense de Sept-Fonts, y había renunciado a sede de Toledo ante el Nuncio en París, Maghione, por orden del Papa, y la discusión no tenía sentido, salvo porque no se conocía en España. Sólo el 30 de septiembre, Tedeschini le comunicó al Deán de Toledo, José Polo Benito, que Segura había dimitido.

     El 22 de septiembre se empezó la discusión del Título I, artículos 11 al 22, Organización Nacional, que hablaba de las Autonomías, uno de los temas complicados. En este tema, el Proyecto Constitucional venía condicionado por un Proyecto de Estatuto Catalán, llamado Estatuto de Nuria de junio de 1931, votado y aprobado por los catalanes el 2 de agosto, en el que se exigía la autodeterminación para Cataluña y un modelo de Estado como Federación de todos los pueblos de España. Cataluña imponía a los demás el modelo político en el que debían organizarse todos los españoles. Y Cataluña se había tomado la soberanía antes de que la concediesen las Cortes españolas. El tema ya venía encauzado desde la aprobación del Artículo primero, unos días antes.

     El tema de las Autonomías se había puesto muy difícil al proclamar Macià, en 14 de abril de 1931, la República Catalana. Pero el 17 de abril se llegó a un acuerdo con los catalanes, y se consiguió que aceptasen un Estatuto de Autonomía. El Estatuto de Nuria fue redactado bajo la dirección de Jaume Carner y presentado a los catalanes el 20 de junio de 1931. El 2 de agosto lo votaron en referéndum. El 18 de agosto, entró en Cortes. Pero no le llegó el turno de discusiones hasta 6 de mayo de 1932. Las Cortes interpretaban que era un Anteproyecto modificable en Cortes, mientras los catalanistas, Companys y Campalans, defendían que era intocable porque ya había sido votado por el pueblo catalán. El 9 de septiembre de 1932, se aprobó en Cortes el Estatuto de Cataluña, con la discrepancia de los catalanes y del resto de los españoles, cada uno por sus razones particulares. En octubre de 1934, el Estatuto fue suspendido. En febrero de 1936, se puso en vigor de nuevo. El 5 de abril de 1938, Franco lo derogó, y cuando ocupó Cataluña en febrero de 1939, quedó suspendido definitivamente.

     Más difícil se puso el tema en el País Vasco, en donde había tres proyectos políticos: un proyecto nacionalista, un proyecto carlista y un proyecto socialista de Prieto, y no pudo lograrse ningún acuerdo. Además, existía un proyecto para el País Vasco, un proyecto para Navarra, y un proyecto para el conjunto de País Vasco y Navarra.

     El 22 de septiembre de 1931, 427 alcaldes vascos entregaron a Alcalá-Zamora un proyecto de Autonomía conocido como el Estatuto de Estella. En su elaboración no habían participado ni los socialistas, ni los tradicionalistas, y era clerical. Ni siquiera había sido tramitado legalmente, y a diferencia del catalán, el Estatuto Vasco no fue aceptado en Cortes, y se argumentó que debían esperar a la Constitución Española.

     El 1 de octubre de 1931 se concedió el voto a las mujeres, contra la opinión de los republicanos de derechas que decían que eso era clericalismo, porque las mujeres votarían lo que les dijesen sus confesores. Las lideresas políticas estaban divididas entre las que querían el voto de la mujer para cambiar la sociedad, y las que defendían que no se podía conceder el voto a la mujer si se quería cambiar la sociedad.

     El 6 de octubre comenzó la discusión sobre la propiedad, y Julián Besteiro abandonó su sillón presidencial en las Cortes, para ocupar un escaño, mostrándose así en igualdad con el resto de los intervinientes. Quería tener libertad para negar cosas a los demás. Y ganó la discusión. Luego se pasó a discutir las enmiendas, y entonces se enfrentaron Jiménez de Asúa y Alcalá-Zamora. Alcalá-Zamora fue acusado en Cortes de estar manipulando las discusiones constitucionales, pues se estaba reservando el turno del último orador sistemáticamente. Alcalá-Zamora dimitió como Presidente del Gobierno, a lo que Azaña le dijo que eso era una tontería muy grande, una niñería. Jiménez de Asúa, Presidente de una Comisión Parlamentaria, se implicó en la disputa, y dimitió también. Luego retiraron sus dimisiones, pero con menos prestigio personal. Pidieron a Alclaá-Zamora que volviese a su Banco Azul del Gobierno y se rogó a la Comisión que redactar de nuevo el texto para que fuera admisible por todos.

     Del 9 al 14 de octubre tuvo lugar la discusión de los artículos 3 y 24 del Proyecto Constitucional, o de la cuestión religiosa. El artículo 3 decía que el Estado no tiene religión oficial. El último párrafo del artículo 24, del Proyecto, luego aprobado como artículo 26 de la Constitución, decía que el Estado disolvería todas las Órdenes Religiosas y nacionalizaría sus bienes. Estaba previsto el alboroto que iba a causar la lectura de ese artículo, y Alcalá–Zamora y Fernando de los Ríos habían llegado a un acuerdo previo con la jerarquía católica, pero no les habían garantizado nada a los obispos.

     El 8 de octubre de 1931, día previo al de discusión de los artículos 3 y 24 del Anteproyecto Constitucional, el cardenal Vidal i Barraquer dirigió una carta a Alcalá-Zamora quejándose de que la fórmula, o texto básico manejado en Cortes, no era lo pactado el 14 de septiembre. Y le recordaba que la Iglesia se había esforzado en logar la concordia. Y terminaba afirmando que la Compañía de Jesús debía ser defendida contra su expulsión y contra su disolución.

     Las discusiones fueron especialmente tensas en octubre con motivo de la discusión de los artículos 26 y 27 de la definitiva Constitución, que regulaban las relaciones Iglesia-Estado pues la izquierda pretendía disolver todas las órdenes religiosas, nacionalizar sus bienes y cesar en el pago de ayudas estatales a la Iglesia, el viejo programa liberal del siglo XIX. El artículo 26 decía que las Asociaciones  religiosas quedaban equiparadas a las asociaciones civiles ordinarias, que se abolía el Presupuesto del Clero, que se disolvían las Órdenes Religiosas “de obediencia a una autoridad distinta a la legítima del Estado”, que las demás Órdenes quedaban sometidas a la Ley, que se prohibía a las Órdenes acumular bienes y negocios no necesarios para el funcionamiento de la propia Orden, y que quedaban sometidos a tributación ordinaria. El artículo 27 decía que había libertad de conciencia, que los cementerios no eran propiedad de la Iglesia, y que se terminaban los privilegios personales del clero.

     El socialista Fernando de los Ríos, Ministro de Justicia, defendió la labor caritativa y médica que muchas Órdenes Religiosas habían ejercido durante siglos. Azaña le replicó que era verdad, pero a costa de soportar un proselitismo agobiante, y que el espíritu de entrega a la sociedad de que la Iglesia presumía, se había acabado en el XVI, y en esos tiempos del XIX y el XX se limitaba a explotar ingresos por culto, matrimonios y defunciones. La Iglesia se basaba en un sistema de privilegios que era necesario arrebatarle, y entre ellos era preciso quitarle la enseñanza, porque ésta era utilizada para imponer sus puntos de vista a la juventud.

     El día 10 de octubre, el diputado republicano federal, Eduardo Barrio, dijo un exabrupto anticlerical. Miguel Santaló, también Republicano federal, defendió la escuela laica. Amadeo Hurtado, liberal moderado, habló a favor de la Iglesia. Y Alcalá-Zamora cerró el debate hablando a favor de la Iglesia.

     Manuel Azaña y José Ortega y Gasset, propusieron una enmienda para considerar a la Iglesia como una Corporación de Derecho Público, figura jurídica que todavía no existía en España, y Fernando de los Ríos cortó la propuesta. José María Gil Robles dijo que el Proyecto debía ser reformado. Se rechazó la fórmula que declaraba a la Iglesia “corporación de derecho público” porque se pretendía que no hubiera ninguna relación entre Iglesia y Estado, y una Corporación significaba que la Iglesia dependía del Estado y debía cumplir las leyes del Estado, aunque con cierta autonomía.

     Se rechazó el proyecto de disolución de órdenes religiosas y se pidió volver al proyecto de 1906, con sumisión de la Iglesia al Estado, pero los católicos no cayeron en la cuenta del error que estaban cometiendo, pues la sumisión al Estado era mayor error que la fórmula que acababan de rechazar.

     Alcalá-Zamora señaló seis puntos del artículo 26 que contradecían la tabla de derechos constitucionales, que estaba aprobada en Cortes: la igualdad de todos los españoles; la indiferencia del credo religioso que profese un individuo a la hora de disfrutar esos derechos; el derecho a la libre elección de profesión individual; el derecho de reunión; el derecho de propiedad; el derecho de enseñanza; el derecho de asociación; y el derecho a la libre práctica de la religión y el culto. Alcalá-Zamora pedía que, en los primeros años de vigencia de la Constitución, la República tuviese derecho de veto en el nombramiento de obispos, y mantuviera el derecho de presentación (o de nombramiento de obispos). Alcalá-Zamora también pedía que se rechazase el Concordato, porque era una imposición, y se sustituyese por un acuerdo pactado con Roma. Y terminaba diciendo que era precisa la paz entre los españoles para no llegar a una guerra civil.

     Los anticlericales se exaltaron mucho ante las advertencias de Alclá-Zamora, y parecía que el artículo 24 del Proyecto Constitucional no se iba a modificar en Cortes. El 10 de octubre, Alcalá-Zamora habló de una fórmula de concordia que no pusiera a los católicos en incompatibilidad con la Constitución.

     El 13 de octubre, Azaña intentó que no todas las Órdenes Religiosas fueran expulsadas de España, pues ello sería una medida ineficaz y peligrosa, y contraria al bien de la cultura española, lo cual era muy evidente en ejemplos como Silos o El Escorial. Pero Azaña creía que, en general, las Órdenes Religiosas eran contrarias a los intereses de la República, y dijo que era saludable para el Estado actuar contra ellas. Azaña introdujo la prohibición para que las Órdenes Religiosas no pudieran ejercer la enseñanza, y también la propuesta de disolución de la Compañía de Jesús. Alcalá-Zamora, que era muy católico, dimitió. Presentó su dimisión ante Marcelino Domingo y Francisco Largo Caballero, pues él era Presidente del Gobierno y Jefe del Estado Provisional, y no había autoridad superior a él. En el documento de dimisión, acusaba a Azaña de deslealtad, de que había sorprendido la confianza del Presidente del Gobierno.

     El día 13 de octubre de 1931, Enrique Ramos, Secretario de la Comisión, presentó una enmienda que le había enviado Azaña. Su discurso ocupó toda la tarde. Era preciso cumplir lo pactado con la Iglesia. Y fue cuando Azaña dijo en una de sus frases “España ha dejado de ser católica”, aludiendo que el Estado no era ya confesional. La frase fue mal interpretada por católicos de mala fe. Y por fin, el texto se modificó. Las confesiones religiosas no estarían sometidas a las Leyes Generales del Estado, sino a una Ley Especial de Confesiones Religiosas. Y ni el Estado ni los Gobiernos Regionales, Provinciales o Municipales, podrían favorecer a una religión, ni sostener económicamente a las instituciones religiosas. Se decidía que, en los siguientes dos años, se aboliría el Presupuesto del Clero. Por fin, las Órdenes Religiosas no serían disueltas en bloque, ni sus bienes serían nacionalizados. Sólo se disolverían las que tuvieran el cuarto voto, de “obediencia a una autoridad distinta a la legítima debida al Estado”.

     Y las Cortes debían elaborar una Ley Religiosa con seis puntos básicos: disolución de las órdenes religiosas que constituyeran un peligro para el Estado; inscripción en un registro especial de órdenes religiosas que figuraría en el Ministerio de Justicia; las órdenes no podrían poseer más bienes que los destinados al sustento y mantenimiento de los fines privativos de la entidad; las órdenes religiosas no podrían dedicarse a actividades industriales, comerciales, ni de enseñanza; las órdenes religiosas quedaban sometidas a las leyes tributarias comunes de los españoles; las órdenes religiosas debían rendir anualmente cuentas al Estado y sus bienes podrían ser nacionalizados si incumplían lo legislado. Esta enmienda de Azaña fue aprobada por 187×59 votos.

     El artículo 24 del Proyecto Constitucional, transformado en articulo 26 de la Constitución[1], fue aprobado por 178 x 59 votos, contrastando con el artículo 3 (separación entre Iglesia y Estado) que había sido aprobado por 278×41. La diferencia de votos con la votación anterior se debía a que era tarde, y nueve diputados ya se habían retirado a sus casas, y a que en el hemiciclo faltaban muchos Diputados, pues de los 460 con derecho a voto, habían votado muchos menos.     Votaron en contra del texto del artículo 24 los católicos. Se abstuvieron los radicalsocialistas y algún diputado de extrema izquierda. En la redacción final de la Constitución, el artículo 24 apareció como el 26, por reacomodación del texto.

     Manuel Azaña, en la discusión del artículo 26 se constituyó en el líder natural de los republicanos y socialistas por lo bien y claro que había expuesto los problemas y cómo defendía la supremacía del poder civil en el Gobierno y la democracia en el modelo político.

     Estas discusiones mostraron que republicanismo y socialismo eran dos proyectos completamente distintos el uno del otro, pero que la ruptura entre socialistas y republicanos significaría quizás el final de la República, y se mantuvieron unidos mientras se aguantaron entre sí, hasta 1933.

     El artículo 26 prohibió a las congregaciones religiosas ejercer la enseñanza. Ello era un problema para el Estado, que no podía asumir los gastos de esos centros y esos alumnos, y no podía sustituir a los profesores. Los centros religiosos dejaron de ser centros protegidos por el Estado, y los obispos los convirtieron en “Mutuas Escolares Católicas”, cuyos titulares eran los padres de los alumnos, y los profesores eran tanto religiosos como seglares. Es decir, figuraban como colegios privados. Desde entonces, en España la expresión colegio privado se entiende como colegio religioso católico, con pocas excepciones, en las cuales hay que especificar que es un colegio laico. Lo que fuera de España se entiende por colegio privado, es muy raro en España. Los jesuitas fueron expulsados y disueltos una vez más.

     El artículo 27 decía que los cementerios pasaban a la jurisdicción civil y que no se admitirían separaciones entre difuntos católicos, y difuntos de otras creencias. El Proyecto de Ley correspondiente fue redactado por Fernando de los Ríos, el 4 de noviembre de 1931, junto al Proyecto de Ley del Divorcio. La discusión de la Ley de Cementerios se hizo a mediados de enero de 1932, y el texto final creó unos cementerios más laicos que los que proyectaba inicialmente la Constitución. Los mayores de edad no tendrían entierro religioso si no habían manifestado fehacientemente en vida el deseo de tenerlo. Y se amenazó a los notarios con multa de 1.000 pesetas si falsificaban un documento en este sentido.

     Los católicos consideraron una afrenta el tener que mezclar sus muertos con los de la población no creyente. Pedían muros de separación dentro de los cementerios. También consideraban una afrenta el que un rito de enterramiento tuviera que celebrarse individualmente y delante de cada sepulcro, porque quedó prohibida la inhumación en iglesias y sus anejos. Los católicos consideraban que los cementerios eran propiedad suya. Como en los pueblos pequeños sólo había un cementerio por localidad, los cementerios les fueron incautados a los católicos, y puestos al servicio de todos los vecinos. Los cementerios intraurbanos fueron cerrados por salubridad, y tampoco les gustó a los católicos, pues era el lugar donde reposaban sus ancestros. A consecuencia de ello, es frecuente en España, que en un lateral de cada iglesia, o ermita a veces, haya un espacio llano, que corresponde al antiguo camposanto, abandonado cuando se abrió el cementerio separado del poblado más de un kilómetro.

     Pero la Ley de Cementerios era ambigua. Surgieron muchas dificultades de interpretación. En 8 de abril de 1933 se hizo un Reglamento tratando de explicar la Ley. De enero de 1932 a marzo de 1933, los obispos levantaron acta notarial de cada entierro para reclamar judicialmente en su día. El Reglamento de 8 de abril de 1933, ordenaba que sólo se pudieran poner símbolos religiosos en la sepultura, pero no en otros lugares del cementerio. Los sacerdotes y religiosos serían enterrados por el rito católico sin necesidad de declaración expresa anterior a la defunción. La declaración de voluntad de ser enterrado por el rito católico no tenía por qué ser hecha ante Notario, sino que bastaba un documento hológrafo o apógrafo firmado por dos testigos.

     Las reformas eran compartidas por muchos españoles pero se hicieron de forma innecesariamente precipitada e inhábil. La Iglesia reaccionó con la pastoral de 25 de julio y la carta de 16 de agosto oponiéndose a la separación de Iglesia y Estado, a la legislación sobre órdenes religiosas y a libertad «de pensar, de enseñar, de escribir y de cultos».

     Las minorías agraria y católica se retiraron de las Cortes como protesta.

     La discusión sobre los temas religiosos, acabó el día 14 de octubre, fecha de dimisión de Alcalá-Zamora. Las conclusiones sobre religión fueron conocidas por los españoles en los días siguientes, ya durante la Presidencia de Azaña.

     El artículo 43 aprobó el divorcio. El tema fue desarrollado más tarde: La Ley de Divorcio comenzó a discutirse en 3 de febrero de 1932. Y se explicitó que tendría efecto retroactivo para todos los matrimonios celebrados antes de promulgarse la ley. Se extendía a todos los matrimonios, tanto civiles como católicos. Se admitieron varias causas de divorcio y condiciones para su obtención. Se declararon no válidas las sentencias judiciales obtenidas en tribunales eclesiásticos con fecha posterior a 3 de noviembre de 1931. El cónyuge que atentase contra la vida de sus hijos, perdía la patria potestad.  Los obispos protestaron la Ley del Divorcio en 25 de julio de 1932. Y aprovecharon para protestar contra la Ley de Matrimonio Civil de 28 de junio de 1932. El obispo de Segovia, Pérez Platero, publicó una Pastoral el 3 de marzo de 1932, sobre el matrimonio civil.

     La Ley de Matrimonio Civil de 28 de junio de 1932, reconocía éste como el único válido ante el Estado. Se presentó a las Cortes el 11 de mayo y fue retirada por la Comisión de Justicia el 13 de mayo para redactarla de nuevo. Se volvió a presentar el 17 de mayo. Y de nuevo fue retirada. En 2 de junio de 1932, se presentó el proyecto definitivo. La discusión duró un mes, y los católicos no lograron echarlo abajo esta vez.

     La Iglesia Católica consideró rotas sus relaciones con el Estado español. Y el 16 de octubre, el cardenal Pacelli envió un telegrama a Tedeschini, en nombre del Papa, para que elevase una protesta al Gobierno Español, por las múltiples ofensas a los sacrosantos derechos de la Iglesia cometidos en las discusiones constitucionales. Y el último domingo de octubre, día de Cristo Rey, se hizo una proclama en todas las iglesias españolas a favor de la reparación de los daños causados a la Iglesia. La Iglesia atizaba el fuego del enfrentamiento. Los obispos españoles enviaron cada uno un telegrama al Papa prometiéndole que todos defenderían los intereses de la Iglesia por las vías justas y legítimas.

     El 20 de noviembre de 1931, los cardenales Francisco Vidal i Barraquer, de Tarragona, y Eustaquio Ilundáin Esteban, de Sevilla, visitaron a Azaña. Obtuvieron la promesa de que el presupuesto de 1931 permanecería en vigor hasta fin de año, y favorecería a la Iglesia como era legal. Azaña le pasó una nota a Fernando de los Ríos para que se abonase a los obispos y párrocos titulares, y a los sacerdotes pobres, los haberes correspondientes de ese año. El Ministro de Hacienda, hizo una interpretación personal de ello. Fue a las Cortes, y pidió que se le aprobase una donación a la Iglesia, “como cantidad a extinguir”. Los presupuestos del último trimestre de 1931 se aplazaron al primer trimestre de 1932, y se aprobó que la Iglesia recibiera 43,5 millones de pesetas. La realidad, fue que tras el primer trimestre de 1932, sólo había recibido 33 millones.

     El 27 de noviembre acabó la discusión del Proyecto Constitucional. Se aprobó la Constitución por 368×38 votos. Dos Diputados estaban ausentes.

     El 1 de diciembre de 1931, Alcalá-Zamora, que ya no era Presidente, presentó una enmienda en las Cortes para pedir unos artículos adicionales a la Constitución. Su petición fue rechazada. Alcalá-Zamora pedía que se reconociesen los derechos adquiridos por los sacerdotes de más de 50 años de edad que habían figurado en el último presupuesto de la Monarquía de 1931. Quería dejarles una paga vitalicia a todos ellos.

     El 9 de diciembre de 1931, la Constitución fue aprobada en pleno y sancionada, y el 10 de diciembre de 1931 fue promulgada.

         Análisis de la Constitución de 1931.

     La Constitución de 1931 se basaba en la de México 1917, Alemania 1919, y Checoslovaquia 1920, y era liberal, demócrata, con derechos sociales y con intervencionismo estatal en la economía.

     En comparación con los modelos presidencialistas sudamericanos que se estaban imponiendo en esa época, se renunció a las innovaciones que éstos estaban introduciendo en cuanto a las ideas de permitir expropiar la tierra pero sólo por motivos de utilidad social y con derecho a indemnización, y también se decidió imponer una sola cámara para que los cambios legales se pudieran hacer de forma más rápida. Siguiendo las modas, se bajaba la edad de votar de los 25 a los 23 años, y se abría la posibilidad de que las Cortes aprobasen el sufragio femenino. Se permitía nacionalizar los servicios públicos y explotaciones de interés común, pero no había derecho de confiscación.

     En comparación con la Constitución de Weimar, se copiaron muchas cosas: se permitía la creación de regiones autónomas; el Presidente de la República tenía el poder del disolver la Cámara, la primera vez por decisión personal, y una segunda vez demostrando la necesidad de esa medida ante la misma Cámara; la Cámara, a su vez, podía destituir al Presidente por mayoría de tres quintos.

     Como forma de Estado se eligió la República, es decir, un Jefe de Estado no hereditario, sino elegido por las Cortes, sumadas a los Compromisarios que fueran elegidos con ese fin.

     La soberanía se declaró “popular” en la idea de que el concepto nacional se había degradado, y había acabado por significar burgués y, por tanto, era preciso restablecer la soberanía en el pueblo. Era un error evidente, pues la soberanía debe ser de todos los ciudadanos, independientemente de que sean trabajadores, o no. Respondía a una idea del “socialismo de clase” muy en boga en ese momento en los Estados mediterráneos y sudamericanos, pero ya en duda en Estados más avanzados como Alemania y Gran Bretaña.

     Se enumeraban una gran cantidad de derechos y se suprimían jurisdicciones especiales y tribunales de honor.

     La propiedad podía ser expropiada por causa de utilidad pública mediante indemnización. Ello era una limitación al derecho de propiedad, tras la constatación de los abusos del liberalismo burgués.

     Los servicios públicos eran nacionalizados.

     La enseñanza era un nuevo derecho del ciudadano a ofrecer por el Estado. Era pública y en el caso de la Iglesia, esta enseñanza sería supervisada por el Estado.

     El sufragio sería universal masculino y femenino.

     El trabajo se consideraba un derecho y una obligación social.

     Se permitiría el divorcio. Se equiparaban en derechos los hijos legítimos y los ilegítimos,

     El poder legislativo se entregaba a las Cortes, que eran Cámara única elegida por sufragio universal. Las Cortes elegían al Presidente de la República y Jefe del Estado, al Jefe del Gobierno y a los altos cargos de la Justicia. No está claro para nosotros si ello es una ventaja democrática, o una intromisión del Legislativo en el Ejecutivo y en el Judicial. Las Cortes controlaban en todo momento al Poder Ejecutivo.

     El poder ejecutivo se ponía en manos de un Presidente de la República, elegido por seis años y no reelegible en los siguientes seis años. Los electores eran los Diputados y un número igual de Compromisarios elegidos por los españoles con ese fin. Y en manos de un Presidente del Gobierno  nombrado por el Presidente de la República.

     El Presidente de la República no podía ser militar, ni religioso ni miembro de la familia real. El Presidente de la República podía disolver las Cortes por una vez, pero con la limitación que las nuevas Cortes deberían ratificarle nada más reunirse, de modo que podía ser destituido tras disolver y convocar las nuevas. El Presidente tenía poder de veto sobre las leyes, pero como el veto no se había ejercido en 1876-1923, tampoco se usó nunca en 1931-1936.

     El Presidente de la República designaba Presidente del Gobierno, confirmaba a todos los Ministros que éste le propusiese, declaraba la guerra y firmaba la paz, firmaba los Tratados Internacionales y los Convenios Internacionales, convocaba y disolvía las Cortes, promulgaba las leyes.

     El Presidente del Gobierno era nombrado por el Presidente de la República y ratificado por las Cortes. Elaboraba los Proyectos de Ley para ser discutidos en Cortes.

     El Poder Judicial se basaba en unos jueces independientes controlados por un Tribunal de Garantías Constitucionales integrado por jueces elegidos por las Cortes para ello.

     La Administración Territorial concebía un Estado unitario, dividido en provincias que serían gobernadas desde el poder central con cierta autonomía de las Diputaciones Provinciales. Cabían las Autonomías, pero con competencias limitadas en las funciones exclusivas del Estado. Las Autonomías tenían prohibido federarse entre ellas. Los Ayuntamientos serían autónomos.

     La aparición del distrito provincial electoral acabó con los distritos uninominales y la adopción de listas abiertas acabó con los candidatos únicos que estaban elegidos antes del día de la votación. No obstante también se abolió el famoso artículo 29 de la Ley Electoral de 1907.

     En relación con la Iglesia Católica, el artículo 26 convertía a la Iglesia en una asociación más, sometida a las leyes del Estado al igual que las demás asociaciones civiles, lo cual tenía repercusiones importantes como la abolición del presupuesto de culto y clero, es decir, que el Estado no pagaba el sostenimiento de los templos y lugares de culto, y dejaba de pagar un sueldo mensual a los párrocos. Se eliminaba el crucifijo de la pared frontal de las aulas de escuelas e institutos. La Iglesia sufrió la disolución de la Compañía de Jesús, algo ya habitual en España y confiscación de sus bienes así como prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas. También se admitió el divorcio y se impuso una enseñanza laica. Quedó prohibido a la Iglesia ejercer actividades económicas como la industria y la enseñanza.

     En religión se adoptó el laicismo. Quedaron prohibidas las congregaciones “de obediencia distinta a la debida al Estado”.

Se proclamaba la libertad de cultos. Los cementerios serían civiles, controlados por los Ayuntamientos. El tema fue durísimo para Alcalá-Zamora, el cual era católico muy de derechas, y para Maura, Ministro de Gobernación republicano, pero católico. Ante la campaña de la Iglesia contra el articulado constitucional, ambos políticos acabaron por dimitir.

     En cuanto a la cuestión laboral, Largo Caballero se empeñó en entregar la capacidad de conceder los puestos de trabajo a las centrales sindicales, lo cual generaba un problema contra los empresarios.

          Problemas de la Constitución de 1931:

     No hubo referendum para ratificar la Constitución, ni se hicieron elecciones para una nueva asamblea legislativa, tras la aprobación de la Constitución. El pueblo español no tuvo nunca oportunidad de ratificar la Constitución de 1931, que resultó así poco democrática y muy populista, pues se consideró suficiente el alboroto popular de las elecciones del 12 de abril de 1931 para considerarla como la Constitución del pueblo.

     Las Cortes tenían una sola Cámara, y ello hacía que las Leyes fueran difícilmente reformables en las discusiones de Cortes, y pasaban según la visión única de quien dominara en la Cámara única. Ello hacía previsible que unas elecciones posteriores, que eligieran un Gobierno diferente con mayoría distinta en Cortes, se dedicara a deshacer todas las Leyes hechas en la legislatura anterior. Y así sucesivamente. Fue lo que sucedió.

     El Jefe del Estado tenía mucho poder, lo cual le pareció a la izquierda un gran acierto en 1931, pero la misma izquierda se rebeló contra ello cuando la derecha ganó las elecciones de 1933.

     Era una Constitución burguesa, que no satisfacía a los socialistas del momento, y no preveía tampoco soluciones liberales democráticas y sociales suficientes, ni una socialdemocracia como alternativa. Por supuesto, los comunistas y anarquistas estaban tan descontentos como siempre. En fin, no gustaba a nadie, aunque posteriormente fue mitificada como un ideal a rescatar.

     Era una Constitución difícilmente reformable: unas Cortes debían aprobar una reforma, y convocar elecciones; unas segundas Cortes debían ratificar los cambios constitucionales propuestos por las Cortes anteriores.

     La Iglesia católica consideró esta Constitución como una persecución al cristianismo (Persecución hace referencia a los tiempos en que los romanos prohibieron el culto cristiano). Quizás los puntos que más incomodidad le producían era la legalidad del divorcio y la enseñanza estatal que implicaba la posibilidad de una enseñanza laica y la obligación para las congregaciones religiosas de limitarse a hablar de su propia religión, y enseñarla en sus propios establecimientos pero no en la escuela pública.

     El Estatuto de Cataluña representó un problema porque los catalanes independentistas ya se habían elaborado en junio de 1931 su propio Estatuto. Y se habían declarado con derecho de autodeterminación, dentro de un Estado Federal, y con reconocimiento de la soberanía en los catalanes. La Constitución no reconocía el derecho de autodeterminación, ni el Estado Federal, ni una soberanía en cada región española. Ése era el problema. Las Cortes habían dicho que España era un Estado unitario y centralista, y ello era incompatible con lo que decían los catalanes.


[1] El artículo 24 del Proyecto Constitucional, se convirtió en el 26 en el texto definitivo de la Constitución, lo cual puede llevar a algún equívoco. Aunque se cite distinto número de artículo, a veces hablamos del mismo texto.

Post by Emilio Encinas

Emilio Encinas se licenció en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca en 1972. Impartió clases en el IT Santo Domingo de El Ejido de Dalías el curso 1972-1973. Obtuvo la categoría de Profesor Agregado de Enseñanza Media en 1976. fue destinado al Instituto Marqués de Santillana de Torrelavega en 1976-1979, y pasó al Instituto Santa Clara de Santander 1979-1992. Accedió a la condición de Catedrático de Geografía e Historia en 1992 y ejerció como tal en el Instituto Santa Clara hasta 2009. Fue Jefe de Departamento del Seminario de Geografía, Historia y Arte en 1998-2009.

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