EL LIBERALISMO DEMOCRÁTICO

 DE SEGUNDA MITAD DEL XIX.

 

Conceptos clave: liberalismo progresista, caciquismo.

 

El liberalismo empezó a reflexionar sobre sí mismo y comprendió que la idea de las libertades, tan eufóricamente proclamadas en la Revolución Burguesa, a menudo llamada Revolución Francesa en ese tiempo, estaba fracasando. La proclamada y vitoreada libertad había entregado en propiedad las fincas rústicas y urbanas al gran empresario, con derecho absoluto de actuación sobre ellas. Los estamentos sociales que ya detentaban gran parte de la administración de estos bienes en el pasado, se convertían en clases sociales y los burgueses en fortunas inmensas y poder incontrolable. Antes, el empresario respetaba unas restricciones impuestas por la costumbre y por el Estado, pero desde mediados del XIX y gracias al sentido de la propiedad, no sufría restricción alguna, una vez que los grandes empresarios se hacían con el Gobierno, redactaban sus propias Constituciones y aprobaban las leyes que les eran más convenientes, con diputados elegidos a la medida de la necesidad de los gobernantes. La democracia liberal defendió que los derechos del individuo estaban por encima de las instituciones, leyes, sistemas políticos, preceptos religiosos… pero no encontraba el camino para devolver al individuo esos derechos que se le atribuían sobre el papel.

Y lo que era más terrible para su mentalidad, se descubrió que la tierra, el medio de producción por excelencia, era un bien limitado y ya acaparado por unos pocos. Se acababa la ilusión de que todos podrían acceder a la propiedad. Se pasaba del romanticismo de primera mitad de siglo, al realismo.

John Stuart Mill, 1806-1873, se planteaba que el individuo debía recuperar las libertades proclamadas en las Constituciones liberales. Creía que el mayor enemigo de las libertades era el propio individuo, que, por muy diversas razones, se autocensuraba y conformaba en cada uno de sus actos y derechos. El segundo enemigo era la sociedad, siempre dispuesta a censurar al individuo que se sale de las normas establecidas, las personas más cercanas al individuo que censuraban su forma de pensar, vestir, comer, vivir, que estaban orgullosas de su intransigencia, a la que denominaban verdaderos valores tradicionales. En tercer lugar, y mucho menos importante como restricción, colocaba como enemigo de las libertades al Estado, cuyas prohibiciones limitaban, y limitan, la libertad del individuo. Esta tercera restricción no era tan importante porque el Estado estaba muy lejos de cada persona y era, entonces al menos, fácilmente eludible en la vida diaria, en las pequeñas cosas. El Estado liberal que uniformiza derechos y libertades de todos los ciudadanos, es una rémora para la libertad individual, pues cada situación de cada individuo es diferente y seguramente no estará prevista por ninguna ley y será mal resuelta por el Estado. Por último, si el Estado limita las libertades políticas, único camino para progresar en las libertades individuales, el Estado se convierte en un obstáculo. La idea final que quedaba clara era que el individuo debía recuperar su libertad, y Stuart Mill aportaba una idea interesante: quien no lucha cada día por las libertades, las pierde. Las libertades no nos vienen dadas por la historia, sino se luchan cada día, se pierden o conquistan en la vida diaria.

Thomas Hill Green, 1836-1882, hacia 1870-1880 estudiaba muy a fondo este problema de conflicto entre los derechos humanos, y observaba tres posibles niveles diferentes de conflicto: el nivel individual, los conflictos entre individuos, y los conflictos entre derechos individuales y derechos sociales. A nivel individual, la libertad humana se debe autolimitar en la dignidad de la persona. Sólo se es libre para hacer aquello que es digno de la persona humana. La inmoralidad no debería caber en el campo de las libertades individuales y siempre es rechazable. Para conflictos entre individuos, segundo nivel, es precisa la intervención del Estado elaborando leyes protectoras de la libertad, de modo que las leyes, restando alguna libertad a algunos individuos, protejan un mayor grado de libertad y más libertades para otros, porque sus derechos sean más básicos y fundamentales, o porque siendo iguales los derechos, el colectivo beneficiado sea mayoría. En el tercer nivel, hay que considerar la dimensión social del hombre, de modo que los derechos sociales pueden ser tan importantes como para justificar la limitación de algunas libertades individuales. En este caso, también el Estado es el garante de la ley y el creador de oportunidades para los gobernados.

El problema que se presentaba a los liberales como Green, era definir las normas morales en materia de derechos humanos, pues son principios sobre los que los diversos colectivos no se ponen de acuerdo. Tal vez Green estaba influido por los positivistas de finales del XIX que creían en una validez universal de las normas y principios que rigen sobre la vida humana. Igualmente, hay muchos religiosos que defienden que la única moralidad posible es la suya, porque se la ha revelado Dios, lo cual lleva directamente a la violencia y al conflicto, pues existen otras religiones con otros sistemas morales, y otros colectivos humanos con otros sistemas morales distintos.

 

 

El liberalismo democrático.

 

La corriente democrática, o liberalismo democrático, o democracia liberal, triunfó a mediados del XIX. Esta corriente reivindicaba la extensión del voto a toda la sociedad, concretamente a todos los cabezas de familia, independientemente de su posición económica, sin necesidad de poseer un grado de riqueza mínimo como exigía el liberalismo conservador instalado en el poder. Caían en la utopía de que el sufragio universal arreglaría buena parte de los problemas del liberalismo, y difundieron el error de que la extensión del voto es igual a democracia.

Los liberales demócratas constataban que el liberalismo conservador había servido para que los más adinerados se hubieran hecho con el poder y con más riqueza todavía, lo cual les había permitido explotar más a los trabajadores y encastillarse en el poder, de modo que no era previsible a medio plazo su sustitución ni su “descabalgamiento del burrito”.

Su idea del sufragio universal debe ser matizada: Creían que el poder se debía someter al voto de todos los cabezas de familia del Estado, para que las cosas pudieran cambiar, para que fuera posible la crítica sobre la actitud de los afortunados dirigentes sociales del momento. El sufragio universal no incluía pues a las mujeres (que no fueran cabeza de familia), ni a los menores de una determinada edad, por lo general 23 años, aunque este tope fue variable según países y épocas.

Los demócratas eran republicanos como defensa de la igualdad de todos los cabezas de familia al acceso a todos los cargos del Estado. Eran partidarios de la democratización del ejército, eliminando méritos por razón de título nobiliario, y creando otros méritos por servicios al Estado y a la comunidad. Eran partidarios de la eliminación de privilegios a la Iglesia. En estas cuestiones, más bien secundarias, perdieron muchas de sus energías. Las cuestiones esenciales, la justa retribución del trabajo y la extensión de los derechos humanos, la participación de la mujer en la vida social, les preocuparon mucho menos. Y ello dio espacio a los socialismos, las utopías violentas, el imperialismo y colonialismo, y a otros graves problemas sociales. Su trabajo fue insuficiente y fracasó.

El gran valor de la democracia liberal era que defendía la importancia de cada derecho concreto de cada individuo concreto, y ése es el verdadero significado de la expresión “democracia” que hoy utilizamos, pues, en el discurso corriente, cuando decimos “democracia” se entiende que hablamos de democracia liberal y no de otros tipos de democracia. Concretamente, hablamos de democracia liberal, representativa y parlamentaria, y no de otros tipos de democracia. El hecho de que empezaran reivindicando el derecho al voto, llevó a equívocos, de los cuales el más común es identificar democracia con votaciones, lo cual es una falsedad, pues no todas las votaciones son democráticas, a favor de los derechos humanos de más personas.

Pronto se le dieron otros significados al término “democracia” en el campo de lo jurídico y político, y el lenguaje confundió democracia con igualitarismo y con populismo y con votaciones continuas. Deberíamos esforzarnos en no perder el sentido real del concepto liberal de democracia. De hecho, hay que ser consciente de que las palabras no se corresponden con la realidad y no pueden ser confundidas con ella: Los “derechos humanos” son dos bellas palabras que sirven para entendernos, pero lo que de verdad es un problema en la vida real es cada derecho concreto en la vida concreta de cada individuo. “Los hombres”, “los ciudadanos”, “la ciudadanía”, son palabras útiles, expresiones para entendernos, pero que no expresan ninguna realidad, sino que la realidad es cada ser humano, cada ciudadano concreto en cada momento y cada situación concreta. Es muy diferente legislar para la ciudadanía, situación atemporal y universal, que legislar para los casos concretos de los ciudadanos concretos en el momento real que viven cada día. Igualmente, los derechos humanos expresados en general, no sirven para nada.

Los problemas a resolver en democracia son principalmente tres: primero, que la solución de extender los derechos a más personas y situaciones de convivencia, y cuidar de su aplicación, cuesta dinero; segundo, que los derechos interfieren los unos con los otros, interfieren derechos de distintos individuos en un momento dado, e interfieren varios derechos en un mismo individuo; y tercero que la sociedad y la realidad misma en general son dinámicas y dialécticas.

El primer problema, el coste de las intervenciones a favor de los derechos humanos, es difícil de resolver, porque siempre los recursos son limitados. Por ello, los derechos no llegan a todos los ciudadanos. En este sentido, la democracia liberal es un deseo, un espíritu de progreso constante en la extensión de los derechos, pero siempre con el límite de las posibilidades económicas. Los países ricos son por ello más libres que los pobres, si hacen sus deberes de extensión de los derechos humanos, porque tendrán más y mejores escuelas, más y mejores hospitales, más prestaciones sociales a diversas situaciones de injusticia. El desarrollo es una de las principales colaboraciones a la extensión de los derechos humanos. Como consecuencia de este problema surge en la edad contemporánea un nuevo populismo, el derecho de los desheredados, de aquellos a los que nunca llegará la protección del Estado en los derechos humanos, a rebelarse. Y si interpretamos, en algunas teorías, que ese derecho a rebelión es incluso mediante la violencia, tendremos un problema social nuevo y grave.

El igualitarismo cree que es posible tratar a todos los hombres por igual, que es posible pagar la administración universal de los derechos humanos, que los derechos no chocan los unos con los otros, sino que su mero reconocimiento genera la armonía universal. Y cuando estas ideas son activamente extendidas entre la gente, que irracionalmente quiere creer en ellas, entramos en el populismo. La irracionalidad es la principal característica del populismo. Frente a ello, la racionalidad dice que justicia es dar a cada uno lo suyo, y aplicar la ley a cada circunstancia concreta de cada individuo, y saber administrar qué derecho prevalece sobre el otro. La racionalidad dice que las situaciones que no son sostenibles en el tiempo, son un problema y nunca pueden ser consideradas una verdadera solución.

El populismo cree que todo lo que se acepta mediante el voto popular, por mayoría o por unanimidad, debe ser respetado, aunque ello vaya contra derechos de las minorías, derechos de los individuos, de otros colectivos, y contra la racionalidad social. Democracia y populismo son conceptos antitéticos. El pseudorrazonamiento populista es sencillo: si la democracia liberal no funciona, vayamos a otro sistema. Unos populistas ponen cono alternativa la vuelta a un integrismo religioso, otros la marcha hacia un comunismo determinado. Son deducciones irracionales en las que la primera parte del razonamiento ponen de manifiesto un defecto del sistema liberal, y en la segunda, o conclusión, preconizan su sistema alternativo. Por ejemplo, Francisco Franco, razonó que si España tenía problemas de desorden, los españoles debían aceptar la dictadura militar, católica y burguesa. Absurdo, pero se mantuvo 39 años. Otros políticos razonan que si hay corrupción, España debe aceptar una forma de socialismo o de comunismo. También es absurdo, pues nadie garantiza que el sistema de sustitución sea mejor que aquello que se pretende sustituir, sobre todo cuando lo que se ofrece es lo que ha fracasado ya anteriormente.

Pero el segundo problema, el de convergencia y colisión de derechos distintos, es mucho más complicado. Es muy difícil valorar qué derechos prevalecen sobre los otros. Es mucho más complejo dar normas a los que tienen que decidir el derecho que prevalece sea una persona El juez tiene, invariablemente, su propia ideología y sistema de valores. No es lo mismo que te corresponda un juez conservador ultracatólico, que uno comunista, uno laico, un liberal convencido, o un partidario de las dictaduras… De ahí la persistencia de las religiones, las cuales presumen de tener una moralidad permanente en el tiempo, y unos principios morales que no dependen de cada persona ni de cada momento. Se puede discutir esta aseveración, pero es al menos la teoría y la presunción que los religiosos conservadores hacen de sí mismos.

Para empezar a entender el problema de la colisión de derechos, se debería contar con una buena declaración de derechos que anunciara los derechos más fundamentales, los derechos susceptibles de interpretación judicial, y los derechos alcanzables en la medida de las posibilidades económicas del país. Tocaríamos con ello varios puntos muy conflictivos, pues hay quienes predican que todos los derechos son fundamentales y no es posible ceder en uno de ellos sin poner en riesgo el disfrute de todos los demás. Entraríamos a discutir si el Estado tiene la obligación de atender a todos los derechos de todas las personas, aunque con ello, se arruine y deje de proteger ningún derecho para nadie. Y chocaríamos con la evidencia de que los países ricos tienen más derechos que los pobres, lo cual no deja de levantar ampollas en ciertos sectores sociales. Por esas razones, ninguna Declaración de Derechos se ha atrevido a entrar a definir con claridad estos términos. Y más adelante, debería especificar al máximo distintas situaciones de derecho, para prevenir situaciones concretas.

Una declaración universal de derechos no existió hasta 1789, en la Revolución Francesa. Esta declaración de derechos se pretendía universal, y no sólo para los franceses. Luego, ha habido muchas declaraciones de derechos y es importante la aparición de una declaración universal en la ONU en 10 de diciembre de 1948. Pero hay que preguntarse por la interpretación de algunos artículos de la citada Declaración de 1848, como el 17, toda persona tiene derecho a la propiedad, el 23, toda persona tiene derecho al trabajo, el 24, toda persona tiene derecho al descanso, y el 25, toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado. La Declaración de Derechos no dice hasta donde son exigibles estos derechos, y es más un motivo de conflicto que de garantía de extensión de esos derechos.

El tercer problema, sobre que la realidad es dinámica, dialéctica y progresiva nos lleva a la conclusión de que una Declaración de Derechos no es eterna, sino debe ser reformada y puesta al día constantemente. Cosas de muchísimo valor moral dichas hace siglos, deben ser actualizadas, porque existen nuevos objetos, nuevas relaciones sociales, nuevos conocimientos económicos y técnicos… Por ejemplo, es sorprendente para un estudioso de las declaraciones de derechos, la comparación de la Declaración de Derechos del Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2003, no aprobada por cierto por la Unión Europea, con las viejas declaraciones de derechos del siglo XIX y principios del XX, e incluso con la Declaración de Derechos de 1948. La evolución se hace muy clara y manifiesta, y toca temas nuevos, perfila otros, mejora detalles… Creo que la declaración de 2003 era una magnífica declaración de derechos.

 

 

Derechos y moralidad.

 

El problema fundamental en materia de derechos humanos, por encima de los sistemas e ideologías, es el grado de moralidad de una sociedad. La moralidad no consiste en apariencias físicas, y apariencias sociales, sino que es la aplicación de los derechos humanos en las situaciones concretas de la vida real. Los pueblos y las personas que respetan los derechos humanos son morales, y los que se preocupan poco o nada de ellos son inmorales. En todos los sistemas hay grados de moralidad y de inmoralidad. La casuística no hace al caso en este trabajo.

Pondré unos ejemplos que son polémicos y duros: una persona que, pudiendo, no paga salarios dignos a sus obreros y empleados, y además hace grandes obras de caridad y de beneficencia social, puede ser considerada santa, benefactora y prohombre en una región determinada, pero es un inmoral. Y una persona, rica o pobre, que no paga sus obligaciones para con Hacienda, que es el esfuerzo cooperativo de todos, es un inmoral. Y una persona que gasta el dinero público en los asuntos de mayor relevancia propagandística para él o su partido, y que redunden en alabanzas y votos, en vez de gastarlas en las necesidades perentorias de su sociedad, y en negocios sostenibles, es un inmoral. A partir de estas afirmaciones, los puntos de discusión pueden ser muchísimos. No los vamos a tratar aquí. Queda abierta la discusión.

A mediados del siglo XIX, las cosas habían cambiado mucho en el mundo entero respecto a los inicios de siglo, en todos los campos de la vida, y estaban cambiando a gran ritmo debido a las independencias nacionales, revolución industrial y socialismos. Pero la moralidad social no mejoraba, e incluso iba a peor. Durante la segunda mitad del siglo, el mundo pudo observar, en medio de triunfalismos burgueses, la explotación obrera, el fenómeno colonial entendido como explotación y no como ayuda al desarrollo, y la persistencia de la esclavitud. La no concesión de derechos a la mujer no fue ni siquiera tenida en cuenta hasta bien entrado el siglo XX, aunque había sido formulada a fines del XVIII.

Como consecuencia de la explotación obrera, el contraste entre las grandes mansiones del centro de la ciudad y la vida lujosa de sus habitantes, por un lado, y la miseria extrema de los suburbios, produjo muchas denuncias literarias, morales y políticas.

El fenómeno colonial significó el sometimiento de pueblos enteros al servicio de los pueblos más avanzados técnicamente. Ello se justificaba en una pretendida expansión de la civilización, en la necesidad de un proteccionismo o tutoría hasta que esos pueblos lograran su propio desarrollo, pero la realidad no dejó de intranquilizar a muchos europeos, al tiempo que producía enfrentamientos suficientes entre potencias coloniales como para augurar el poco futuro de ese sistema económico. A final de siglo, las insurrecciones de los boxers en China y de los zulúes en África del Sur, sólo eran el principio de una serie de guerras cada vez más insoportables.

 

 

El caciquismo.

 

En España, la reacción conservadora burguesa frente al liberalismo democrático que les pedía cuentas, fue el caciquismo. Mediante el caciquismo, los burgueses y terratenientes controlaban al Gobierno y el Gobierno se sentía suficientemente sustentado por esa red de fortunas. El caciquismo se mantuvo como red de control político y económico de la población desde mediados del XIX a mediados del XX.

El caciquismo fue también una reacción frente al peligro del populismo, el cual vino representado a lo largo del XIX en las Juntas Provinciales, las Milicias Nacionales, las asociaciones artesanales y obreras, los demócratas de 1848, los republicanos de 1868, muchos socialistas y anarquistas de final del XIX y muchos comunistas de principios del XX. Fue una reacción espontánea protegida inmediatamente desde el poder. No todas las instituciones citadas fueron populismo, pero un componente de muchas de ellas sí lo fue.

Existe una visión del caciquismo exagerada y falsa, dada por los perjudicados del sistema, fundamentalmente la versión republicana. Los republicanos nunca tuvieron votos en los pueblos, debido al buen hacer de los caciques, y ello les impidió ganar elecciones. Su versión cuenta que existe una máquina dictatorial que impediría que la gente votase republicano, utilizando coacciones y uso de la fuerza. No era tanto. El caciquismo no era una creación de los políticos sino un fenómeno social explotado por ellos. El caciquismo no se puede identificar con el pucherazo, la resurrección de los muertos en los días de elecciones, con el soborno y la intimidación y, de hecho, cuando se suprimieron algunas de estas cosas o se disminuyó el peso de otras, el caciquismo seguió vivo e intacto en la España anterior a la guerra del 36 y aun en la posguerra. Todas esas prácticas citadas existieron, sí, pero eran accesorias, acontecimientos que no definen exactamente al caciquismo.

Por otra parte hay que tener en cuenta el atraso cultural de los pueblos españoles y su secular pobreza. La democracia es imposible en un pueblo que no sabe leer y lo único que conoce son las relaciones personales y las noticias oídas. La opinión del cacique, el hombre culto del pueblo, es importante para la mayoría del pueblo. La defensa de cada uno de sus derechos es imposible porque ni siquiera los conoce.

El cacique es una persona con influencia económica, social y moral sobre los ciudadanos de su ciudad y comarca. Normalmente será un empresario industrial, o agrícola, o gran propietario de inmuebles. En Andalucía y Galicia eran propietarios de la tierra, en Cataluña propietarios de la fábrica, en Madrid propietarios de las fincas urbanas o magnates de la banca. Incluso puede ser un obispo, o un sacerdote, o un profesor.

El cacique tenía una influencia moral, influencia en el comercio por el dinero fiado que le debían, influencia intelectual porque resolvía los papeles de la administración irresolubles de otro modo, influencia en el mercado de trabajo porque él era el dueño de las empresas. La gente de cada pueblo quería estar a bien con su cacique y ello era natural, pues provocar su enfado no le iba bien al pueblo, a la familia, ni al individuo provocador.

Los caciques temían a las reacciones populistas pero sabían perfectamente que estaban por encima de ellas, gracias sobre todo a su alianza con el Gobierno. Sabían que cualquier estallido popular podía quemar, asesinar o destruir algunas propiedades en cualquier momento. Pero el estallido popular es un momento, unos días, tal vez unos meses. No tenían más que llamar al Gobierno para que les apoyara la fuerza pública, la Guardia Civil o el Ejército. La falta de organización de las masas, el odio mismo a las instituciones aunque sean las propias, su falta de programa y las muchas contradicciones y desavenencias que surgirán, llevarán a los sublevados al fracaso. Entonces se demostrará la necesidad de la represión y del orden que imponía el cacique, que quizás trataba mal a la gente, pero daba de comer. Los caciques se retiraban a una finca alejada y fortificada, y esperaban el paso de la tormenta.

El cacique es un hombre de orden. El orden lo impone él mismo en su territorio a través de su propia gente, de las instituciones que pueda tener a su servicio (guardia civil, ejército, cuadrillas armadas particulares), de la posibilidad de dar o no trabajo a los que generan desórdenes. Hay una contradicción entre el orden que él impone y el desorden de pasar por encima de las leyes del Estado cuando éstas no se ajustan al orden deseado por el cacique, pero esta contradicción sólo parecía verla el disidente político.

El cacique tiene, por un lado, un acuerdo con el alcalde, con el Gobernador provincial, o con algún Ministro del Gobierno, y por el otro lado, tiene su propia clientela: aquellos a los que ha dado trabajo directamente, o los familiares a quienes ha logrado colocar en la administración, y aquellos a quien ha hecho favores varios, son sus clientes. La clientela está «protegida» contra los abusos de leyes, impuestos y obligaciones militares del común de los españoles, y contra los posibles abusos de otros ciudadanos, con solo recurrir a su protector. Por eso todos le deben agradecimientos varios. En los pueblos, donde la mayoría no conoce a ningún político, votar por quien les sugiere el cacique es lo más lógico.

El caciquismo era legal. Una vieja y mala costumbre española, no erradicada todavía a lo largo del siglo XX, es la falta de legislación en muchos temas concretos, o el exceso de legislación en otros temas, con contradicciones legales nunca aclaradas, que permiten a los eruditos hacer, legalmente, muchas cosas que para otros estarían prohibidas. Esto permite que muchas de las deshonestidades e inmoralidades sociales no estén penadas o lo estén simbólicamente a no ser que medie voluntad clara del juez por condenarlas. El cacique tiene entre su clientela a prestigiosos abogados y jueces. Para el cacique, y para el poder ejecutivo que pacta con él, es fundamental mantener un cuerpo de jueces poco independiente y con pocos medios propios, con la posibilidad de que una decisión ejecutiva anule las disposiciones judiciales tomadas en contra de la voluntad del cacique o la del Gobierno.

El caciquismo es fuerte cuando las instituciones son débiles. Los Ayuntamientos dispondrán de muy escasos dineros de forma que dependan del Gobernador Provincial para cualquier obra que quieran iniciar. Ese dinero se les concederá, o no, según su afección política y se tardará en concederlo para mantenerles todo el tiempo que sea oportuno a prueba. El presupuesto ordinario de un Ayuntamiento salía del impuesto cobrado sobre el consumo, los odiados consumos, y apenas llegaba para sostenimiento del local municipal y las pequeñas pagas del maestro, médico, veterinario, alguacil y sereno, que eran los cargos que obligatoriamente había que mantener. Las Diputaciones Provinciales tenían el mismo problema de dinero y la misma relación con el Ministro de Gobernación, que los alcaldes respecto al Gobernador Provincial. No había ninguna posibilidad de ser honrados en política. Por otra parte, cada vez que se necesitaba una obra social, como un hospital, unas fuentes públicas, una escuela, la reconstrucción de la iglesia local, una estatua de un santo… ahí estaba la caridad o espíritu de beneficencia del cacique para regalar al pueblo, si lo tenía a bien, esa dádiva, y el pueblo estaba eternamente agradecido a su cacique.

 

 

Funcionamiento político del caciquismo.

 

El cacique utilizaba su poder económico o su ascendencia moral sobre la población para alcanzar el poder político. El poder lo detentaba él en persona, y más frecuentemente, un hombre de su confianza, un familiar o un amigo. Desde finales del XIX, prefirieron la segunda opción. En primer lugar, el cacique domina el Ayuntamiento o Gobierno local, seguido del Gobierno provincial, a fin de orientar la ejecución de las obras públicas en su propio beneficio y el de sus empresas, y dominar las fuerzas de orden público en el mismo sentido. En último término, el dominio provincial les servía a los caciques para colocar gente de su confianza en puestos del Gobierno central, y en las Cortes, lo cual les permitía aspirar a una influencia sobre los hombres que dirigían el Estado, o a poner directamente a algunos de ellos en esos puestos de máximo poder de decisión.

El cacique era utilizado por el Gobierno para conducir a las masas tanto en su convivencia diaria como en las votaciones políticas.

La red de caciques española era, al menos, doble, y en cada territorio había uno al servicio del Partido Conservador, y otro al servicio del Partido Liberal. Pero el cacique no tiene compromiso de fidelidad, y puede cambiar sus apoyos en cuanto el Gobierno no le da lo que han pactado o se espera de él. Por ello, al tiempo que un factor de estabilidad, el caciquismo lo es también de inestabilidad, dado que los recursos económicos son limitados y las demandas de los caciques ilimitadas. El paso del tiempo hace que los caciques pierdan su confianza en sus socios en el Gobierno, e inevitablemente, conceden su apoyo al partido de la oposición.

Reconocida esta realidad, la idea de Constitución que tienen los españoles del XIX, es un mero formalismo casi inoperante. La Constitución se convertía en una serie de principios que nadie respetaba, que nadie podía respetar, pues el Gobierno se debía a su red de caciques, aun en contra de la Constitución. Las elecciones periódicas fueron un puro formalismo.

El sistema político caciquil empezaba en lo más alto, en la Corona de España. La Reina tenía el privilegio de disolver y convocar Cortes a su voluntad. Como convenía que las nuevas Cortes fueran de un sesgo determinado, previamente se nombraba Presidente de Gobierno, y éste nombraba un Ministro de Gobernación (llamado de Interior actualmente) que amañase las elecciones de acuerdo con los caciques. Los partidos estaban plenamente comprometidos en el juego electoral y todos hacían lo mismo: ganar las elecciones por mayoría absoluta gracias al apoyo de los caciques.

El Ministro de Gobernación designaba a los Gobernadores Provinciales y éstos negociaban con los caciques locales llegando a acuerdos con ellos a cambio de votar en cada momento al candidato que se les sugería.

En caso de conocerse un pueblo rebelde, el Gobernador podía disolver cualquier Ayuntamiento en cualquier momento por aplicación del artículo 189 de la Ley Municipal que hablaba de «abandono de las obligaciones estatutarias», lo cual podía interpretarse a gusto del Gobernador y, de hecho, se hicieron interpretaciones como no haber suficiente luz, existencia de basuras, deficiencias en el empedrado de las calles. En casos difíciles se recurría a un decreto expreso del Ministro de Gobernación que disolvía el Ayuntamiento que se mostraba hostil. Pasadas las elecciones, siempre se podía decir que había sido un error, o una simple sospecha, una cautela por denuncias exageradas, y se restablecía la corporación municipal, pero esa localidad había sido eliminada del proceso electoral.

Debido a este mecanismo, el partido que no recibía encargo del Rey para formar Gobierno, o no se le concedía disolución de Cortes y elecciones, se declaraba enemistado con el Rey, porque todos sabían que el Rey decidía, y que todo el sistema estaba corrupto.

Por otra parte, el sistema tenía unas cargas: cada cacique exigía las ganancias que creía justas para sus servicios e inversiones electorales. Las demandas de los distintos niveles de caciques, provinciales, comarcales y locales de toda España, sumadas, suponían tan gran cantidad de dinero que era imposible atenderlas a todas. Pensar en inversiones del Estado, al margen del sistema caciquil, era utópico, pues ni todo el dinero del mundo hubiera bastado para satisfacer todas las peticiones de todos los caciques. El cacique pedía al Gobierno favores, que podían ser de tipo personal, o para la comarca que él representaba.

Ejemplos de favores que pedían los caciques podían ser: Colocar los guardias en un camino distinto al que iban a entrar cargamentos de harinas o alimentos sin pagar impuestos. Que determinadas personas cobraran unas pagas del Ayuntamiento figurando como basureros, pregoneros, etc. Que el maestro cobrase o no cobrase según lo que dijera en su aula. Que se admitiera aceite de alumbrado de baja calidad y se pagase por uno de alta calidad. Que se arreglaran determinados caminos y accesos a viviendas y corrales, “creyendo por equivocación” que eran carreteras públicas de arreglo urgente. Que se contratara a determinadas personas, generalmente sus empleados, en trabajos públicos cuando el trabajo escaseaba. Construcción de puentes y caminos, pantanos, hospitales, apertura de minas, negocios de transporte…

La no satisfacción de todas estas demandas suponía, más pronto o más tarde, una desafección de caciques que se pasaban a tratar con otro partido, se lo hacían saber al Rey y, éste, conocida la debilidad del partido en el Gobierno, cesaba al Presidente del Gobierno, disolvía las Cortes, y el proceso volvía a empezar.

La obligación pues de los políticos profesionales, cada vez que ganaban unas elecciones, era colocar a todos los parientes, amigos, y recomendados de los caciques, de todos los que habían colaborado en el «éxito» de las elecciones. Ello implicaba el cese de todos los funcionarios nombrados por el Gobierno anterior y su sustitución por los nuevos protegidos. Aparecía el “cesante”.

El cacique significaba, por un lado, estabilidad política y social porque controlaba a las masas, tenía información sobre sus conductas, podía coaccionar a los líderes populistas y evitar la violencia que éstos proponían… Para ello, disponía de la colaboración de las fuerzas de orden público y de los políticos que las controlaban, alcaldes y gobernadores provinciales.

Pero el caciquismo era también en sí mismo una fuente de inestabilidad política: En la negociación para que el cacique incitase a votar en determinado sentido o a favor de determinada persona o partido, se le prometían negocios particulares con los que ganaría dinero, y algunas obras públicas con las que debía contentar a la clientela política. A cambio, al cacique se le exigían votos, que el cacique habría de conseguir usando su ascendencia moral sobre las personas, o el pucherazo directo.

Pucherazo es introducir votos falsos en los recuentos y, en su caso más extremo, tirar los votos reales a la basura y publicar unos resultados convenientes, previamente pactados y decididos antes de las elecciones. También se utilizaron métodos burdos como poner la urna al final de un pasillo relleno de matones, que sólo dejaban pasar con comodidad a los individuos convenientes, o como poner la urna en un pajar alto, cuya escalera de mano sólo se le prestaba a las personas adictas al cacique. El cacique tenía el apoyo de la Guardia Civil, cuya misión de guardar “el orden público”, y favorecía la acción caciquil, gracias a su obligación de obediencia a las autoridades civiles, Alcalde y Gobernador.

El sistema no era estable porque los caciques no podían recibir, era materialmente imposible, todos los favores personales y sociales que el Gobierno les había prometido, ni aunque estuvieran cien años en el intento. Entonces los caciques negociables mostraban disconformidad con el gobierno y pactaban con la oposición, otra negociación con proyecto imposible, que llevaba a la necesidad de cambio político continuo.

 

 

Los cesantes.

 

Los cesantes eran los funcionarios contratados por un partido en el Gobierno, que habían sido cesados al llegar al poder el partido de la oposición, y tras poner éste a sus propios hombres en los cargos de la Administración. Los cesantes, introducían dos grandes defectos en la administración: Cuando estaban en el cargo, debían acumular fondos para sobrevivir como cesantes en la temporada siguiente, lo cual significaba que los papeles administrativos se conseguían a base de pequeños sobornos o pagos establecidos para cada actuación pública. Cuando los cesantes estaban en el paro, debían organizar la máxima bulla en la calle a fin de que el Gobierno cayese pronto y ellos pasasen a sus puestos de trabajo, cosa que significaba que los que los ejercían esos cargos en ese momento, pasasen al paro, pasasen a ser cesantes. La categoría social de «cesante» era de lo más corriente.

Para los cesantes, todas las actuaciones del Gobierno de turno estarán mal, y tratarán de sacarlas el máximo provecho incitando al pueblo a la revuelta callejera. Todos los cesantes eran conspiradores interesados en que su partido volviera al poder y en que este partido supiera que ellos estaban colaborando en las conspiraciones, a fin de recuperar sus puestos, e incluso acceder a otros puestos con más paga.

La normal alternancia de partidos, tal y como se podía observar en el modelo británico y se quería dar a entender que se perseguía en España a partir de 1874, era imposible. Era un problema superior a cualquier político o sistema. Era imposible colocar a todos los parientes de todos los políticos y de todos los caciques. Los partidos eran tan falsos como se puede suponer, pues, se pensase como se pensase, cada uno se apuntaba al partido que le daba de comer y dentro del partido a la facción más cercana a los puestos de más alta paga. Las facciones dentro de los partidos eran irreconciliables y pensar que sus diferencias se podían arreglar dialogando era no saber nada de la realidad, o no querer saberlo.

El caciquismo viene bien para dominar y dirigir los movimientos de las clases bajas. Por eso fue utilizado por casi todos los Gobiernos de Isabel II. El cacique conoce, sobre el terreno, a los intranquilos y revoltosos sociales, y ello facilita al Gobierno su actuación contra ellos.

Cánovas del Castillo, a fin de siglo y durante la Regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena, fue el hombre más representativo de este sistema de caciques, el más duradero de la historia constitucional española. La Constitución de Cánovas tenía por cualidad fundamental su “flexibilidad”, es decir, el permitir hacer muchas cosas distintas a distintos Gobiernos y legislar de forma adecuada a cada situación a gusto del titular del Gobierno. El sistema era liberal en cuanto aceptaba la Constitución y unas elecciones, y puede ser denominado liberalismo-caciquismo. Se basaba en una moral católica, pues Cánovas era creyente ferviente, pero sin entregar el poder a la Iglesia, sin teocracia ni integrismo católico. En cuanto al caciquismo, Cánovas reconocía lo que funcionaba en la realidad y todos los sistemas de Gobierno anteriores trataban de ocultar e incluso negaban.

 

 

Corrupción institucional.

 

El caciquismo iba unido a la corrupción institucional en las votaciones y al problema de los cesantes.

En cuanto a la corrupción institucional, es muy importante la actuación gubernativa en tiempo de elecciones. Las autoridades gubernativas, cuando tenían que preparar unas elecciones, disponían de la información suficiente para conocer qué tipo de opinión política dominaba en cada pueblo. Entonces, podían eliminar las votaciones de determinados pueblos no convenientes en ese momento político, acusándoles de defectos en la conformación del Ayuntamiento, lo que les obligaba a disolver la corporación municipal y suspender en tanto las elecciones. Pasadas éstas, se reconocía un error administrativo, y se restablecía la corporación municipal, pero ya tarde para votar. El Ministro de Gobernación era fundamental en esta cocina de votos, y los Gobernadores provinciales con él. La segunda parte de la corrupción institucional era que las cosas dependientes de la administración eran fáciles de obtener para algunas personas, militares, religiosos y caciques, y mucho más difíciles para otros.

 

 

Limitaciones del caciquismo.

 

El caciquismo no lo abarcaba todo. Además de los distritos «disponibles» en los que el Gobierno tenía asegurada la elección del candidato gracias a los caciques, y de los «negociables» en los que candidatos propios pedían algo a cambio de sus servicios, había distritos «independientes» que escapaban al sistema caciquil y que solían ser las grandes ciudades, y también había algunos caciques independientes competidores del cacique oficial del lugar.

Cada partido político tenía su propia red de caciques, que eran los disponibles, red ampliable en cada momento político con los negociables. Disponibles eran los incondicionales del partido, y negociables eran los que se podían comprar mediante acuerdos puntuales.

No todos los hombres con fortuna personal estaban en el sistema, ni los caciques dominaban la totalidad del entramado social.

En el campo del liberalismo, el caciquismo representa el abandono del progreso social y moral a la buena voluntad de las personas, de cada persona. Habrá caciques buenos y malos, católicos y ateos, de alto sentido moral y social, y aprovechados ruines. El liberalismo caciquil había perdido todos los principios del liberalismo, y confiaba en los valores tradicionales, en las supuestas cualidades morales positivas de las personas. El calificativo de liberalismo para este sistema, se debe únicamente a que aceptaba la Constitución, aunque fuese letra muerta.

 

 

La desaparición del caciquismo.

 

El caciquismo morirá con el desarrollo económico, técnico y cultural, algunas veces tarde, hacia 1950. Por ejemplo, en Asturias, los Pidales empezaron a perder su influencia, de signo ultracatólico, cuando se abrieron las minas a principios de siglo XX, lo que llevó a los mineros a declararse socialistas y ateos (seguramente no lo eran) y a iniciar ciertas violencias contra el Gobierno de Oviedo. En Cataluña el caciquismo desapareció a principios de siglo XX de la mano de los regionalistas y republicanos, lo que puede explicar el cariño que muchos catalanes tienen por ciertas tendencias políticas que les libraron de los caciques. El resto de España eliminará el caciquismo, fundamentalmente, a partir del desarrollo de los años cincuenta y sesenta del siglo XX.

La desaparición del caciquismo está ligada al cambio de papel de los alcaldes posibilitado legalmente a partir de 1907. Según el pensamiento de Maura, el alcalde debería ser un no funcionario, no dependiente del Gobernador ni del ministro y sí responsable ante la justicia y ante los concejales. El alcalde debería tener poder de decisión sin tener que pedir permiso al Gobernador cada vez que quería comprar, vender o contratar. La corporación municipal debería disponer de suficientes fondos propios para no tener que suplicarlos cada vez que quisiera iniciar una obra. Las elecciones se deberían hacer libres y no dirigidas por el gobierno que se quería que las ganase.

Queremos decir con esto, que el caciquismo se puso en duda como sistema moral a partir de 1907, pero los buenos deseos de 1907, no eran nada fáciles de llevar a la práctica. La muerte del caciquismo no parecía nada buena a principios de siglo. La desaparición del cacique significaba la rebelión de las masas y graves enfrentamientos sociales como los que se vivieron en 1907-1939. La eliminación del caciquismo en España, fue mucho más tardía.

No era una cuestión simplemente moral o de opinión política. Para eliminar el caciquismo, hubiera sido necesario un nuevo estilo de gobierno que en vez de gobernar en déficit constante y sistemático, hubiera eliminado gastos bélicos, una gran parte costosa e inútil del ejército[1], y mucha burocracia, al tiempo que se hubiera puesto a recaudar de los que tenían mucho, en vez de insistir en recaudar del mediano y pobre propietario, todo lo cual hubiera generado fondos para cumplir el plan de dotar a los ayuntamientos, pagar a los funcionarios, hacer las obras públicas necesarias. Pero las costumbres de gobernar en déficit, estar eximido de impuestos, gastar con prodigalidad el dinero público, manejar el dinero público como si se tratase de donativos personales del gobernante a los ciudadanos, estaban muy arraigadas en España[2], y el peligro de las masas parecía contradictorio con la eliminación de soldados y funcionarios.

 

 

Partidos políticos en la España de fines del XIX.

 

La Restauración Española fue la instauración de un nuevo sistema político basado en la creación artificial de dos partidos oficiales de modo que, entre los dos, mantuvieran el Gobierno frente a los partidos republicanos y socialistas, y frente a los grupos populistas, de los que se desconfiaba por su posible jacobinismo, por sus declaraciones de necesidad de destruir el sistema burgués, e intentos de extender la violencia como medio para conseguirlo.

Ambos partidos, tanto los conservadores como los liberales de final de siglo, eran partidarios de que los notables, o barones, con sus correspondientes grupos de presión, gestionasen el gobierno, con muy poca o ninguna participación de las masas de ciudadanos. Se trataba de Gobiernos de terratenientes, industriales, abogados, parientes y amigos de ministros, propietarios urbanos y algún banquero.

La mayor parte de los diputados eran «cuneros»[3], es decir, personas que interesaban en el Gobierno de Madrid, y desde Madrid eran presentados como candidatos y, elegidos por cualquier provincia, convirtiéndose así en clientes de las personalidades que les habían promovido a diputados y cargos administrativos. Así lo mandaba el organizador de las elecciones, y así lo hacían cumplir los caciques provinciales.

El ansia de permanecer en el poder a cualquier precio, sin dar participación a las minorías, ni a grupos cada vez más amplios de ciudadanos, tuvo muy malas consecuencias para España pues retrasó reformas importantes como las autonomías de las colonias, abolición de la esclavitud, legislación laboral y social, regulación comercial, reformas en el ejército… temas todos que encresparon los ánimos de los españoles y les llevaron a enfrentamientos como los de 1917, 1931 y 1936. La pausa entre 1917 y 1931, con menos enfrentamientos, viene explicada por la Dictadura de Primo de Rivera y su correspondiente represión del populismo. Las pequeñas reformas como el sufragio universal de 1890, daban una apariencia de mayor participación ciudadana, pero en realidad, el caciquismo seguía manejando las elecciones, los oligarcas seguían gobernando a su antojo, los intereses de estos oligarcas eran intocables…

Los grupos políticos legales, es decir, tolerables a la vista de Cánovas, los que resultaban triunfadores del golpe de diciembre de 1874, eran:

los monárquicos de Cánovas, procedentes de la antigua Unión Liberal, luego llamados alfonsinos, y que acabarían llamándose moderados en 1881.

los centralistas de Alonso Martínez y de Gamazo, que provenían de Unión Liberal, sector progresista.

los constitucionalistas de Sagasta, procedentes del grupo progresista.

grupo independiente, de Cristino Martos. Procedentes de los demócratas

sector intransigente, de Ruiz Zorrilla (que estaba en el exilio), procedentes de los demócratas.

izquierda Dinástica, de Segismundo Moret Procedentes de los demócratas.

 

El juego político era un conglomerado de partidos demasiado disperso, sobre todo el de los progresistas, y con muy poca solidez política. Si tenemos en cuenta que se trataba solamente de minorías de prohombres y no de grupos de opinión del conjunto de los españoles, para explicarnos la larga permanencia del sistema político, deberíamos esperar algún tipo de conjunción entre ellos, que no existía. Hacer un Gobierno con cualquiera de ellos, significaba gobernar en muy exigua minoría, con un gobierno imposible frente a todos los demás. Además había que tener en cuenta a los ilegales republicanos, anarquistas y populistas en general, que no dejarían gobernar a un equipo débil.

Con los líderes que se presumía capaces de aceptar unas reglas de juego, una Constitución, Cánovas pensó hacer un sistema estable, basado en que el partido gobernante tuviera siempre mayoría de diputados y las manos libres para legislar según sus propias ideas. Para ello creyó que sólo deberían existir dos partidos, y que la constitución debería ser lo suficientemente ambigua, como para permitir diferente legislación, lo cual fue denominado en la época “flexibilidad”.

Pero si hacer un partido conservador era difícil para el liderazgo de Cánovas, convencer a los opositores de que se juntasen en un solo partido era mucho más complicado.

Se mantenía en todo caso un grupo de presión importante, los generales, a los que se les seguiría reconociendo su papel de prohombres representantes de los grandes intereses de la nación, pero prefiriendo que los gobiernos de civiles fueran la norma y no la excepción, eran otra fuerza política a tener en cuenta por los partidos. Para asegurar el sometimiento de los generales, el rey fue convertido en jefe del ejército y defensor de los intereses militares. Resultó que Alfonso XII y su hijo Alfonso XIII tenían mucho gusto por los uniformes militares, se aprendieron las ordenanzas militares y actuaban como verdaderos militares. Tal vez porque estaba de moda Bismarck y el militarismo alemán.

 

 

[1] Por ejemplo, tener una escuela de Marina y una copiosa oficialidad de Marina, y más de un centenar de oficiales para media docena de barcos de guerra, era un dispendio claro.

[2] La pervivencia de las costumbres es tan grande que, cuando la Constitución de 1978 decidió que los Ayuntamientos fueran autónomos y tuvieran por tanto su propia financiación, nadie pensó seriamente en cambiar el viejo modelo secular. Varias décadas más tarde, todavía ninguna ley había desarrollado la autonomía municipal.

 

    [3] En nuestro tiempo se les llama «paracaidistas» aludiendo a que caen de arriba. Se trata de candidatos impuestos desde las cúpulas dirigentes de los partidos, que muchas veces ni han nacido, ni viven, ni saben nada de los ciudadanos de la circunscripción por donde son presentados.

Post by Emilio Encinas

Emilio Encinas se licenció en Geografía e Historia por la Universidad de Salamanca en 1972. Impartió clases en el IT Santo Domingo de El Ejido de Dalías el curso 1972-1973. Obtuvo la categoría de Profesor Agregado de Enseñanza Media en 1976. fue destinado al Instituto Marqués de Santillana de Torrelavega en 1976-1979, y pasó al Instituto Santa Clara de Santander 1979-1992. Accedió a la condición de Catedrático de Geografía e Historia en 1992 y ejerció como tal en el Instituto Santa Clara hasta 2009. Fue Jefe de Departamento del Seminario de Geografía, Historia y Arte en 1998-2009.

Leave a Reply